El martes 14, el gobierno volvió a la carga con un proyecto de ley tendiente a reformar la ley orgánica del Ministerio Público Fiscal de la Nación, y desvirtuar de ese modo la gestión de la actual procuradora general, Alejandra Gils Carbó.
Desde que en abril fue presentado por el ministro de Justicia, Germán Garavano, el proyecto de ley sólo cosechó críticas desde todo el arco político. El martes se sumaron al rechazo juristas, especialistas del Derecho y hasta magistrados, que se presentaron en un plenario de las comisiones de Justicia, Legislación Penal, y Presupuesto y Hacienda de la Cámara Baja.
El proyecto tiene un único objetivo: vaciar de contenido el cargo del procurador general de la Nación y volver casi decorativa su función. ¿Cómo? A través de un ataque normativo a la autonomía e independencia del Ministerio Público. En concreto, el proyecto propone suprimirle facultades de dirección del organismo, limitar el período de desempeño (hoy es vitalicio, como el cargo de un juez de la Corte), facilitar los mecanismos de remoción, y crear dos nuevas figuras a las que se les transfieren facultades: cuatro subprocuradores, con menos exigencias que el procurador para obtener el cargo, pero más potestades; y un Consejo General del Ministerio Público Fiscal, que integrarían los cuatro subprocuradores más dos fiscales generales y dos fiscales, en cuyas decisiones sólo incidiría el procurador en caso de empate.
La pregunta es por qué semejante modificación a una ley orgánica, sancionada hace menos de un año, y cuyo tratamiento legislativo recogía la experiencia transitada por el Ministerio Público Fiscal en 20 años de existencia, desde su creación en 1994. ¿Qué experiencia en materia de política criminal puede tener una gestión de gobierno que hace sólo seis meses asumió? ¿Qué fue lo que cambió?
Y lo único que cambió es el gobierno. Evidentemente, el apuro obedece a la necesidad de adaptar un ministerio que por mandato constitucional es ajeno e independiente a los demás poderes del Estado, a los intereses en materia judicial del nuevo elenco gubernamental.
El único actor judicial que mostró su apoyo a la reforma fue uno de los sindicatos de trabajadores judiciales, el que dirige Julio Piumato. No en vano el PRO permitió que un representante de ese gremio expusiera en el plenario de comisiones realizado el martes 14, y no hizo lo mismo con el Sitraju, que es otra de las entidades sindicales, y que en el MPF concentra la mayor cantidad de afiliados.
El Sitraju sostiene que el único objetivo de la reforma es volver atrás con las políticas democratizantes que distinguieron la gestión de Gils Carbó. Ese regreso en cuatro patas al oscurantismo judicial podría incluir alrededor de 500 despidos si efectivamente las unidades fiscales especializadas y direcciones, que el nuevo proyecto de ley desconoce, son suprimidas, entre ellas las oficinas de acceso a la Justicia en las villas, y las dedicadas a investigar trata de personas, delitos contra la integridad sexual, violencia de género y ciberdelincuencia, entre otras. ¿Podría un ministerio público seguir siendo público sin trabajadores, alejado de la gente y distante de los problemas cotidianos de los más vulnerables? Las corporaciones económica y judicial piensan que sí.