En la Argentina de estos tiempos coléricos, cuando la disputa por el poder económico y político recorre todas las formas de la beligerancia, no hay sucesos, actores ni circunstancias que escapen a esa lógica de confrontación. Así, la desgraciada muerte de Diego Armando Maradona entró de lleno en ese campo de batalla, condensando todos los antagonismos en curso.
Figura y símbolo imposible de ser capitalizado por la derecha, los comentaristas de los grandes medios sufrieron un súbito ataque de moralina e intentaron extrapolar su genio deportivo de sus desafiantes identificaciones políticas y de los tumultos de su vida personal. Gran parte de los editorialistas de ese tristísimo día se abocaron a denigrar la trayectoria vital de Maradona, mientras una multitud, aterida por el dolor y el sentimiento de pérdida, despedía al chico que representó mejor que nadie la belleza del fútbol y, a su modo, la conciencia de la injusticia social que oprime a los pueblos del mundo.
Es esa representación popular inequívocamente maradoniana de las relaciones sociales la que redobló el odio de las clases y sectores que la viven como una amenaza a sus privilegios. Y un millón de personas homenajeando a un transgresor de semejante dimensión ecuménica fue vivido por las clases dominantes como lo que fue: la manifestación multitudinaria de un sentimiento de amor por la dignidad, las luces, las oscuridades y, básicamente, la potencia de esos despojados que desprecian y temen quienes detentan la riqueza y el poder.
A pocas horas del anuncio fatal, el conductor del programa Somos Nosotros que emite el Canal LN, Willy Kohan, sintetizaba la miserable interpretación que, con parecidos contenidos, se repetiría a lo largo del día y después en los grandes medios: “Maradona fue usado por los políticos, aunque él también usó a los políticos”, decía el deslucido columnista, para agregar a continuación: “Maradona hablaba de los pobres pero él usaba un Rolex de oro”.
La imprevisión del gobierno para organizar la multitudinaria despedida del ídolo, que acabaría por habilitar el episodio represivo de la policía porteña, alimentó el balance que la jauría mediática hizo de la jornada, que incluyó la denuncia de que el gobierno peronista le abrió la puerta de la Casa Rosada a las barras bravas. Y, como era previsible, Cristina Fernández de Kirchner fue señalada como la causante del desmadre porque interrumpió momentáneamente el ingreso de la interminable fila de dolientes.
Yendo aún más lejos en la banalización de las interpretaciones políticas, el columnista de La Nación Carlos Pagni puso en duda la adhesión de la vicepresidenta al proyecto de ley de IVE, ya que el rosario que ella depositó en el féretro de Maradona habría sido un gesto de disgusto dirigido al presidente Alberto Fernández por la supuesta falta de protagonismo de CFK en la elaboración de la iniciativa.
La banalidad de esta retorcida interpretación es una marca de nacimiento en la comunicación –y la cultura en general– que emite y genera el neoliberalismo. Es el rasgo común entre la tarea mediática de destrucción sistemática de la credibilidad de las políticas del gobierno, ya sea la campaña de vacunación o el despegue de la economía, y la retórica insustancial de los dirigentes de Juntos por el Cambio, que, como el personaje de Borges y Bioy Casares, no permiten que la realidad les estorbe.
Ya se trate de la fábula montada sobre fuentes anónimas, que ha devenido en sustento de los empobrecidos análisis de Clarín, La Nación e Infobae, o de la defensa de los “valores, la república y la propiedad privada” supuestamente avasallados por el gobierno peronista, mentira y retórica hueca anulan la deliberación política como sustento imprescindible de la vida en democracia. Por eso los diputados y senadores de la derecha no discuten proyectos sino que lanzan denuncias y amenazas judiciales por cuestiones reglamentarias para impedir el debate.
La reciente conferencia de prensa de Horacio Rodríguez Larreta, cuando intentó defender la millonaria donación de Mauricio Macri a la CABA con el traspaso de la policía, fue una pieza ejemplar de un discurso sin anclaje sustancial ni intención deliberativa. Tanto la flaca argumentación como la puesta en escena del jefe de gobierno porteño, cuya gestualidad habitual revela el prolijo asesoramiento de lo que se suele llamar coaching, responden a ese patrón comunicacional que apela a las emociones y representaciones primarias de un público que de antemano se siente amenazado por los políticos populistas, los vagos, los marginales, los que merecen su destino de miseria y despojo.
En cambio, la inevitable muerte de Maradona, sublimada en el sentimiento popular y corporizada en una vasta muchedumbre, amplificó la escena política y produjo ese instante de totalidad en el que la vida, con toda su carga de alegría y dolores, adquiere una inusual intensidad.