Hay un sentimiento bastante generalizado en el electorado kirchnerista-peronista respecto de la interna por la presidencia del PJ. Es cierta incomprensión. Por momentos parece una disputa que entienden solamente los dirigentes. El universo politizado de la sociedad puede estar al tanto de las tensiones entre Axel Kicillof y Máximo Kirchner en la provincia de Buenos Aires, que no empezaron hace dos semanas sino hace bastante más tiempo, pero tampoco termina de entender el sentido de la disputa por la conducción partidaria. No se trata aquí de transformar esa palabra –interna–en el sinónimo de algo demoníaco. Hay conflictos en todas las familias y en las políticas también. Hay veces que tienen más sentido que otros para quienes no están en la cocina, es decir, la mayoría.  

Esta pugna no es por diferencias de visión. El legado histórico de Cristina es admirado por todos los contendientes. Todos la reconocen como la figura central del peronismo luego de la muerte del propio Juan Perón. Y, por otro lado, el gobernador riojano Ricardo Quintela acaba de lograr una reforma constitucional en su provincia que fue aplaudida por la propia CFK. Es una disputa entre quienes piensan parecido.  

Uno de los puntos débiles que suele tener el peronismo es que se piensa a sí mismo con un exceso de originalidad. Por supuesto que es la expresión central de la cultura política argentina de los últimos 70 años, pero no está eximido de sufrir los golpes que recibieron otras fuerzas con errores similares.

Una comparación urticante. En las elecciones de 2021, Juntos por el Cambio cosechó el 40% de los votos a nivel nacional y en la provincia de Buenos Aires derrotó al entonces Frente de Todos por un punto. Fue una victoria endeble en la Provincia. En las PASO la diferencia en el bastión peronista había sido mayor. Eso logró que la noche de la elección general flotara en el aire la frase que en su momento dijo el exmandatario español Felipe González frente a una derrota ajustada de su partido socialista: “Nunca una victoria fue tan amarga y una derrota tan dulce”.

La conclusión a la que llegó la plana mayor de JxC luego de esa contienda fue que la tragedia de la pandemia había producido una suerte de milagro político. Pensaron que, como en una película en la que el protagonista se despierta y sufre una amnesia que no le permite recordar su vida anterior, el pueblo argentino había dejado atrás el fracaso del gobierno de Mauricio Macri y la herencia que dejó. La tragedia del Covid 19 –supuestamente– había tapado lo anterior. Eso creyeron y con cierta racionalidad, ya que habían sacado 40 puntos a nivel nacional.

Empezó entonces una interna anticipada. Macri comenzó a especular con volver a ser candidato y en simultáneo impulsó a Patricia Bullrich para desgastar a Horacio Rodríguez Larreta, que a su vez empezó a moverse como presidenciable con una excesiva precocidad. Veinticuatro meses después llegó la elección presidencial. La coalición antiperonista pasó del 40 al 23% y no tuvo otro camino que inclinarse ante Javier Milei.

El triunfo de Milei no se explica sólo por eso, está claro. El actual presidente también le quitó votos al peronismo, en especial en los sectores populares que trabajan en la informalidad. Sin embargo, si se comparan los resultados de la elección del 2021 con la de 2023, el peronismo se mantuvo en su piso de 38 puntos y fue JxC el que en dos años dilapidó casi la mitad de su respaldo electoral. Y les pasó siendo oposición. Eso demuestra que las elecciones no las pierden sólo los oficialismos por los resultados de gestión; una oposición también puede cometer errores que la lleven al fracaso.

¿Al peronismo le ocurrirá lo mismo por enfrascarse en un exceso de internismo a destiempo? Nada se repite de la misma manera. Son culturas políticas diferentes, pero creerse inmune al desgaste político que puede acarrear una interna mal llevada, difícil de entender hasta para los votantes propios, es un error. La autodestrucción es posible. La historia reciente lo demuestra.   «