La semana entregó nuevas escenas explícitas de descomposición judicial. Una abogada declaró bajo juramento haber instruido a un «testigo clave» a pedido del gobierno para direccionar su testimonio en perjuicio de dirigentes opositores. Una grabación exhibió al ministro de Justicia apretando a un juez para que renuncie bajo amenaza de represalias. El exmarido de la actual pareja de un fiscal declaró que su exmujer le pidió que no brinde testimonio como víctima de espionaje ilegal, y le sugirió que el asunto ya había sido «arreglado» por su actual pareja –el fiscal– en un supuesto contacto con el presidente.
El fiscal, mientras tanto, cumplió un mes sin presentarse a la indagatoria solicitada por un juez. Y el jefe de los fiscales lleva el mismo lapso haciendo la vista gorda sobre la «rebeldía» del fiscal que se niega a ponerse a derecho.
La omisión de nombres propios es adrede. Germán Garavano, Carlos Stornelli y compañía son las caras actuales de un sistema que lleva décadas emitiendo similares escenas de terror. Lejos de sanear esa ciénaga, como presume en un patético video viral, el gobierno de Cambiemos profundizó el desastre.
El caso D’Alessio dejó al descubierto que el macrismo cometió un amplio repertorio de tropelías en los tribunales: manipuló evidencias, plantó «arrepentidos», protegió acusados amigos y promovió acusaciones falsas. También nombró jueces afines, modificó a dedo la composición de cámaras y persiguió, estigmatizó y despidió a magistrados que consideraba incómodos o inconvenientes.
La lista de atropellos judiciales es extensa, pero la alteración del Estado de derecho durante la era Cambiemos será recordada por tres hitos: el abuso de la prisión preventiva como forma de tortura, la criminalización de la protesta social y la captura de presos políticos con fines de marketing partidario.
La putrefacción de la Justicia no empezó con Macri, claro. El kirchnerismo también se tentó con usar ese Leviatán en su favor. Intentó enmendar ese error mal y tarde, con una reforma que la corporación tribunalicia desbarató sin mucho esfuerzo.
Tras la dictadura, el Poder Judicial es el único estamento institucional que se mantuvo prácticamente impermeable a la restauración democrática. El escritor Mempo Giardinelli lo definió así: «Se ha convertido en un aparato político que no sólo no equilibra a los otros poderes sino que los somete y atemoriza, pasando a ser así el principal poder político de esta república».
En base a ese diagnóstico, el intelectual propuso avanzar hacia «una Reforma Judicial absoluta, tendiente a sustituir el corrompido e incorregible Poder Judicial vigente por un Sistema de Justicia transparente y ágil al Servicio de la Nación».
El sistema de medios afín al gobierno malversó las palabras y acusó al escritor de querer «eliminar» la Justicia. Falso. Su propuesta es refundar el Poder Judicial para que aplique las leyes con ecuanimidad y sensibilidad social. Y no como ocurre ahora, que opera como fuerza de choque y protección de los dueños del dinero y el poder.
Otras voces más moderadas consideran que se puede reconstruir sin derrumbar. Argumentan, quizá con razón, que hay una mayoría de funcionarios judiciales honestos y aptos que pueden enmendar las cosas si se les da la oportunidad.
¿Una reforma alcanza para curar a un sistema enfermo? ¿Basta con empoderar a los buenos para neutralizar a los tóxicos?
El debate está planteado. Ignorarlo –o, peor, pretender acallarlo atacando a quienes lo promueven– implica ser cómplice de los que buscan que las cosas sigan como están. «