Con la incorporación de Miguel Ángel Pichetto, Mauricio Macri mató su narrativa para alumbrar un espejismo de gobernabilidad futura a gusto del Círculo Rojo, que le había picado el boleto. Con el fichaje, el presidente se ganó otra oportunidad del poder real, pero ya no podrá apelar a los «70 años de decadencia» –en alusión al inicio del peronismo– para justificar el desastre económico que profundizó su gestión, o argumentar que su fracaso es por la «herencia» de las políticas del kirchnerismo, que Pichetto empujó con devoción. Esa impostura terminó.
Como el propio Macri reconoció en una entrevista en Rosario, Pichetto es la quintaesencia de todo lo que él y su grupo decían detestar: peronista ortodoxo, el exjefe de la oposición en el Senado es hábil para la rosca de palacio, cultiva el corporativismo político y es experto en el toma y daca del poder. En términos de Marcos Peña: Pichetto es «la vieja política».
A imagen y semejanza de lo que buscó Cristina Fernández al elegir como candidato a Alberto F., Macri escogió a Pichetto para refundar su candidatura, aun a riesgo de sacrificar el pretendido acervo doctrinario con el que se identifica el núcleo duro de votantes PRO: libertad económica, retórica republicana y modernidad política.
Aunque siempre se trató de una ficción, la incorporación de Pichetto deja en claro que esos «principios» ya no corren ni como make up. La negativa del senador a dejar su silla en el Consejo de la Magistratura es un buen ejemplo de eso: su permanencia en el cargo implica, al mismo tiempo, un atropello institucional y una malversación de los mecanismos republicanos en beneficio propio.
A fines de 2018, Pichetto retuvo su puesto en el Consejo –que con intermitencias ocupa desde su fundación, en 1998– como representante del Senado por el aval de los 18 miembros de la bancada del Bloque Justicialista, más otras adhesiones del interbloque Argentina Federal. Es decir: a Pichetto lo eligió una mayoría opositora. ¿Es correcto que continúe en la silla ahora que se convirtió al oficialismo?
La continuidad del senador en el organismo tiene efectos políticos e institucionales. Un ejemplo: con Pichetto devenido en representante oficialista, el macrismo obtiene los dos tercios de consejeros que necesita para promover o suspender jueces. Aún más: como presidente de la Comisión de Disciplina, la lapicera del senador es clave para avanzar contra jueces que incomodan al gobierno, como Alejo Ramos Padilla, a cargo de un expediente que involucra a funcionarios, dirigentes de Cambiemos y a dos viejos compinches de Pichetto: el fiscal Carlos Stornelli y el juez Claudio Bonadio.
El pasado viernes 14 hubo indicios de que la represalia oficial contra el juez de Dolores está en marcha. Macri nombró a Laureano Durán para el Juzgado Federal 1 de La Plata, aunque había quedado 3º en el concurso. El candidato de mejor puntaje fue Ramos Padilla.
¿Cómo hará el presidente para presentar esos mamarrachos institucionales como ejemplo de «República vs. autoritarismo populista», como reza su nuevo slogan de campaña? Durán Barba algo inventará.
Pero la resistencia de Pichetto a abandonar un cargo que políticamente ya no le pertenece despierta suspicacias. Entre los excompañeros del senador, por caso, corre una sospecha: la posibilidad cierta de que Macri deba abandonar la Casa Rosada el próximo 10 de diciembre activó la preocupación oficialista por el futuro judicial del presidente y sus funcionarios. Y Pichetto es Sherpa en esas cloacas.
Total normalidad. «