En la última semana, junto a la crecida récord de casos y muertes, y al tiempo que un sector político pide más apertura, las que salieron a alertar del colapso inminente fueron las asociaciones sanitarias. Lo dijo la Facultad de Ciencias Médicas de La Plata: “Parece haber dos realidades. Una es la de los hospitales con la lucha brutal y desigual contra la enfermedad y la muerte. Otra, la de las calles y plazas”.
En la Ciudad de Buenos Aires, el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta habla de «meseta». Lo dice desde hace tres meses, pero cada día hay más casos, y en promedio por habitantes, los infectados diarios son aún más que los de Provincia de Buenos Aires. Sobre todo después de la marcha del 17. Sin embargo, la administración macrista continúa su tendencia aperturista. En pleno pico, los bares ponen mesas en la calle, y no se discuten las muertes sino por qué no habilitan también sus terrazas.
Hay, alrededor del Hospital Durand, a metros del Parque Centenario, un modesto polo gastronómico, y mucha actividad runner. La primera imagen del personal sanitario antes de ingresar para una nueva jornada crítica era la de gente corriendo; ahora los ven celebrando, brindando. Adentro, la realidad es muy distinta.
En los servicios de emergencia hace rato que no existen las charlas de café en los pases de guardia, los festejos de cumpleaños y las comidas compartidas. Las sonrisas dieron paso a los protocolos. «Con los trajes parecemos astronautas. La verdad, estamos cansados», repiten al unísono. Y las palabras ceden paso a los hechos: el número marca que de 1800 trabajadores del Durand, al menos 300 se infectaron.
Héctor Ortiz tiene 58 años y es enfermero en el hospital hace 36. También es delegado gremial de ATE, por lo que recorre día a día los distintos sectores. Recuerda que el presupuesto de Salud era el 22% del total de la Ciudad en 2008, y que hoy es el 15 por ciento. «En ese estado nos agarró esta pandemia. La salud no fue prioridad estos años, y por eso así están improvisando».
Ortiz denuncia que las autoridades están dando de alta a pacientes que todavía no están en condiciones de salir. Le sucedió a Estela, familiar suya. «Estuvo diez días en el hospital con respirador. Cuando se lo sacan, a los dos días la mandan a la casa. Tres días después vuelve con una neumonía brutal. La internaron otra vez, una semana con respirador, y el viernes le volvieron a decir que se vaya a casa. No quieren retener a los pacientes más de diez días, para liberar camas, es una locura».
En algún lugar
El registro dice que al día jueves, el Durand tenía el 100% de sus camas ocupadas, aunque están funcionando a un porcentaje menor: el miércoles de la semana pasada se rompió el equipo de aspiración central, fundamental para asistir a los pacientes con respiradores, por ejemplo para quitar sus secreciones. De las tres unidades de terapia, las dos primeras tienen ocupadas 18 de 28 plazas disponibles, y la tercera, que es pediátrica y en la pandemia fue transformada para adultos, apenas cuenta con tres pacientes sobre 16 camas posibles. En este último caso, la razón no es el equipo roto. «Ahí faltan médicos terapistas, kinesiólogos y enfermeros o enfermeras calificadas», argumenta Ortiz.
«El problema fundamental es el recurso humano, nos estamos enfermando y estamos agotados y la enfermería, que siempre fue poca, ahora se siente mucho más», apunta Marcela, médica de alto rango en un servicio clave del Durand. Su nombre es otro, pero prefiere no aparecer con el verdadero, por temor a represalias. Cuenta que vivió «mil historias» en estos meses, que quedarán en ella «en algún lugar». Igual suelta palabras, porque ya no le caben dentro: «Una es la muerte de un compañero enfermero que para mí fue muy triste, porque no se tenía que morir. Era un tipo fuerte y sano. Otra, un chico de 33 años con insuficiencia renal crónica que estaba para trasplantarse: nos dijo que tenía mucho miedo de morirse, y a los tres días se murió. Una mamá de 40 años falleció dejando cuatro hijos y un bebé recién nacido que no llegó a conocer, y así muchas más». La mayoría de las historias las ven a lo largo de sus carreras, pero ahora les parecen más terribles «porque la gente no se está cuidando, y eso enoja».
La salud pública de la Ciudad atravesaba un momento de crisis cuando llegó el coronavirus. En diciembre hubo un acampe de concurrentes y recurrentes por la precariedad laboral en un sistema que no los reconoce, y el 2 de marzo, personal de enfermería se aglomeró frente a la Legislatura porteña para reclamar que se los reconozca oficialmente. La nueva ley incluye más de 30 profesiones, pero desconoce a enfermeros, instrumentadores y licenciados en bioimágenes. «Las condiciones laborales actuales nos precarizan tanto que nos empujan al doble empleo. Este es un problema político, sanitario y social”, decía Viviana Gularte, licenciada en enfermería en el Durand. Dos semanas después arribó la pandemia.
Virginia Viravica era licenciada en enfermería del servicio de geriatría área Covid del Durand. Estos meses dedicó gran parte de sus días a hacer horas extra, por las que apenas cobraba 70 pesos la hora. Así se contagió de coronavirus. Tenía 60 años y sufría de diabetes tipo 2. Al poco tiempo se transformó en la tercera trabajadora del Durand en perder la vida. El viernes 21 de agosto, sus compañeros hicieron un abrazo simbólico al hospital, y nombraron las causas de la fatalidad: desmanejo, falta de protocolos de atención adecuados, escasez de personal.
Ahogo
«Apilados», así le llaman en la jerga médica a las personas que comulgan en la guardia, donde el mantenimiento de la distancia social y el correcto uso del barbijo se vuelven una quimera. Médicos y médicas no sólo deben hacer frente al Covid. Es mitad de semana del sexto mes de lucha con un virus desconocido que ya se llevó la vida de más de 85 trabajadores de la salud, y al combo le suman tener que soportar peleas con pacientes que piden ser derivados. No les importa de quién es la culpa, ni que durante años se naturalicen conceptos como «recortes» o «subejecución» que tarde o temprano se terminan materializando en carencias.
«¡Vamos, carajo, atiéndanme de una vez! ¡No puedo estar acá tanto tiempo!», grita alguien, desafiante. Varios no tienen fuerza ni para levantarle la mirada. Otros discuten. Algunos se apiadan. Son más de diez pacientes en la guardia, y casi cien en las unidades febriles. A los leves los mandan a aislamiento domiciliario. «El hecho de que se internen los moderados y graves hace que la ocupación sea más prolongada y la disponibilidad de camas sea menor. Los pacientes que ingresan se internan en los boxes de la guardia hasta que se desocupa una cama», explica Marcela, y se refiere a la apertura de bares: «Entiendo la necesidad de la gente, pero lo que nosotros estamos viviendo es emocional y físicamente agobiante. Y si se sigue abriendo va a ser peor. Yo trabajo de lunes a lunes y hay momentos que no quiero más».
«Encima de exponerte, te enfrentás a roces, el enfermo te demanda, y si está más o menos bien, te trata peor, o se saca el barbijo porque dice que se ahoga –continúa Ortiz–. Se quejan de que la camilla está dura, de que no hay camas. Lo único que hacés es llegar a tu casa estresado, con bronca y temor, porque no estamos ni a la mitad de lo que nos espera».