Desde la desgraciada aparición pública del Covid-19, que suspendió la globalización y la conectividad planetaria, en todas partes hubo pensadores que imaginaron la posibilidad de cambios sustanciales en la relación de la humanidad con la naturaleza y el cese de la “perturbación ecológica del capitalismo”. La crisis que trajo la pandemia parecía abrir el camino a una modificación radical del modo de producción, orientada en el futuro hacia la valorización de los bienes comunes, la conquista de la soberanía alimentaria, el “Buen vivir” y modelos emancipatorios inspirados en las corrientes del llamado neomarxismo, el ecosocialismo y el feminismo.
Estas perspectivas utópicas fueron abonadas por el fracaso del neoliberalismo y la capacidad destructiva del capitalismo financiero, que dejó a la intemperie e inermes a numerosos países frente a la pandemia, con economías fragilizadas al extremo y con sus sistemas sanitarios en las peores condiciones, ya sea por los procesos privatizadores o por el simple desfinanciamiento o, lo más frecuente, por la combinación de ambos factores.
Entre nosotros, a la zaga del debate de los proyectos de salida a la crisis, dos categorías políticas heredadas del teórico marxista italiano Antonio Gramsci se han actualizado en estos días aciagos: correlación de fuerzas y frente de masas. La primera alude a las condiciones políticas y sociales, nacionales e internacionales, en que se desenvuelven los antagonismos de clase. El segundo, a la constitución orgánica de una coalición de fuerzas sociales y políticas, cuyo núcleo común es la conquista y defensa de reivindicaciones de vida y de trabajo consideradas indispensables. El frente de masas es, entonces, el programa que contiene esas reivindicaciones y, a la vez, los cuerpos en movimiento que lo sostienen y lo transforman en fuerza material. Los escenarios de acción de los frentes de masas han sido históricamente las fábricas, las universidades y, sobre todo, las calles.
Correlación de fuerzas y frente de masas se entrelazan de manera estrecha en el debate sobre la situación política de este complejo presente. El acoso sin tregua al que la derecha somete al gobierno del Frente de Todos, que procura el derrumbe, cuanto antes mejor, del presidente Alberto Fernández, propone la acuciante pregunta de cómo se defiende, no solamente un gobierno sino la democracia misma, de una derecha que se reorganiza en todo el mundo, con particular ferocidad en América latina.
Surge entonces la posibilidad y la necesidad de mejorar sustancialmente el equilibrio de poder entre los grandes grupos de poder de presión y un gobierno atenazado por la pandemia, sus enormes costos sociales y económicos, y la herencia demoledora de una economía esquilmada y una deuda pública impagable.
La esperanza inicial de una dilución progresiva de la grieta –ese abismo de odio y desprecio que separa a las clases propietarias del pueblo llano– y de un “abuenamiento” de sus representaciones políticas y corporativas fue desmentida a poco andar, cuando el empresariado más poderoso sacó ventaja de la emergencia con despidos, suspensiones, reducción de salarios y empeoramiento de las condiciones de trabajo, que puso en riesgo vida y salud de los trabajadores.
A ello le siguió la demostración de la conocida capacidad de bloqueo del establishment financiero, que anula decisiones y proyectos o los demora al infinito, como las que afectan el manejo del crédito por parte de los bancos, el impuesto a las grandes fortunas y el sistema tributario en general y la intervención estatal en la cerealera Vicentin, entre otros desaires.
Las tramas del despojo
Dos fenómenos nuevos, al menos en su visibilidad y magnitud, crearon un contexto político marcado por la confrontación: por un lado, la revelación de los nombres y los mecanismos perversos de la fuga de capitales que vampiriza la economía argentina desde hace varias décadas; por el otro, el nivel de degradación de sectores judiciales que, juntamente con los diarios de negocios Clarín y La Nación y el aparato de inteligencia estatal, configuraron un verdadero estado de excepción, a la altura de las peores dictaduras de nuestra historia.
Lo que sobrecoge, lo que agobia al común, es que los mecanismos perversos de la fuga de capitales, al igual que la maquinaria judicial y mediática que garantiza la impunidad, continúan plenamente vigentes y son armas poderosas en manos de la derecha económica y política.
La impunidad puede generar impotencia y desmovilización si no encuentra cauce. Algo o mucho de eso ha crecido en estos días. Pero, al mismo tiempo, la exposición de la maquinaria de depredación y la existencia de una clase privilegiada que piensa y vive en dólares, confrontada a la miseria y la desesperación en que sufre un enorme sector de nuestra sociedad, ha gestado una conciencia política y un anhelo de justicia que está madurando en medio de la pandemia, abonando una demanda que no se sabe a ciencia cierta hasta qué punto excede el poder real del gobierno de Alberto Fernández.
No parece probable que un político de la trayectoria y experiencia del Presidnte ignore la inutilidad hablarle con el corazón a los tiburones de la AEA e IDEA: seguramente le responderán con el bolsillo, como lo hicieron con Juan Carlos Pugliese cuando fue un breve ministro de Economía de Raúl Afonsín. Esto es, con la exigencia de programas de ajuste en el estado, reforma previsional, rebajas de aportes patronales, exenciones impositivas, flexibilización laboral, libertad absoluta para traficar divisas, etc.
“Bancar a Alberto”
La áspera crítica interna a los gestos amistosos del Presidente con los protagonistas más prominentes del saqueo dio lugar a la frase de Agustín Rossi “Bancar a Alberto”, que quizás sea la que mejor sintetiza esta difícil coyuntura, cuando el gobierno parece transitar un momento de debilidad frente al operativo mediático de demolición y cuando sus mejores iniciativas se estrellan contra el poderío de la derecha.
Nada más simbólico de la impunidad que la risa burlona y desafiante que exhibió Alberto Padoán, uno de los dueños de Vicentin, cuando encabezaba la protesta macrista en la ciudad santafesina de Reconquista.
Entretanto, ya es inocultable el descontento de amplios sectores de la base política del Frente de Todos, que miran con esperanza a quien han ungido como garantía de cambios progresistas, la vicepresidenta Cristina Kirchner, mientras piden que el gobierno avance en un programa de transformaciones que abarcan el control de la economía y las finanzas y una redistribución del ingreso y la riqueza mucho más equitativa.
Semejantes objetivos demandan firmeza de voluntad, osadía en los liderazgos y, sobre todo, un amplio respaldo político y social, una fuerza material a construir no solo por las agrupaciones que componen el Frente de Todos sino por la suma de organizaciones que compartan el proyecto de una democracia de masas.
La pandemia ha vedado la calle como escenario de protesta, de solidaridad y organización, mientras las fracciones más beligerantes de la derecha no vacilan en ocuparla. Pero la movilización política es una tarea inmediata y urgente porque la disputa por la salida de la pandemia es la disputa por los derechos de todos y todas.
En la correlación de fuerzas cuenta no solo la base material de poder, aunque ella sea imprescindible, sino también la acumulación de fuerzas intelectuales e ideológicas, para lo cual es necesaria la movilización de las conciencias.
Quizás este proceso ya se esté gestando en las agrupaciones políticas peronistas y no peronistas, en las centrales sindicales, las comisiones internas de fábrica y los cuerpos de delegados de la gran industria, en las organizaciones sociales y de productores de bienes y servicios del campo y la ciudad, en la intelectualidad, la cultura y el arte, la comunidad universitaria, en los colectivos feministas, en los organismos de derechos humanos y todos los sectores que comparten el imperativo común de que la derecha no debe pasar.