Polarización. Esta fue de nuevo una de las palabras que más circuló en los análisis políticos esta semana, luego de que las dos fuerzas que salieron en primero y segundo lugar el domingo pasado reunieran cerca del 90% de los votos. No fue un dato tan excepcional si se analizan la saga de elecciones presidenciales desde 1983 hasta la fecha. Quizás con la vista puesta en 2013, 2015 y 2017 pudo parecer una novedad, pero al levantar un poco más la mirada, el panorama es otro. Durante esas tres contiendas electorales la división del peronismo planteó un escenario de tercios. Se había visto algo similar en 2009. Sin embargo, la idea de que el electorado argentino mutaba de su tradicional organización alrededor de dos grandes polos a un sistema de tercios, como tuvo México durante varias elecciones hasta el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, nunca llegó a consolidarse.
El repaso por las elecciones presidenciales de los últimos 36 años presenta un panorama mayormente más cercano al 27 de octubre. En 1983; Raúl Alfonsín logró el 51% de los votos y el peronista Ítalo Luder el 40, es decir, entre los dos sumaban 91 por ciento de los sufragios. Seis años después, en medio de una crisis económica muy grande, Carlos Menem conseguía 48,5% y el radical Eduardo Angeloz 37,1. Otra vez los dos bloques centrales juntaban 90 puntos. En la reelección de Menem, en 1995, apareció la primera contienda en la que no hubo dos polos parejos. El entonces presidente se alzó con el 49%, el peronista José Octavio Bordón, que había armado junto con Carlos «Chacho» Álvarez el Frepaso, consiguió el 29, y el radicalismo tuvo un gran golpe al conseguir sólo 16 puntos.
Hay algo que había ocurrido en el medio que no es un detalle, la reforma constitucional de 1994. Allí se había dado a luz un nuevo sistema electoral. Entre sus modificaciones estuvo que el histórico sistema de una sola vuelta fue remplazado por la incorporación del balotaje, siempre y cuando el primero quede por debajo del 45% y a menos de 10 puntos de diferencia del segundo. Es el sistema que sigue vigente hoy. La política se forma de costumbres pero también influyen los estímulos que provocan las reglas de juego. Y esa regla que se incorporó a la nueva Constitución, el balotaje, estimula la fragmentación en la primera vuelta apostando a llegar a la segunda. Un ejemplo reciente del peso de este estímulo fue la apuesta que tenía Argentina Federal antes de que se consolidara el Frente de Todos. Los dirigentes de la «tercera vía», entre los que estaban Roberto Lavagna y Sergio Massa, estaban seguros de que si lograban entrar a la segunda vuelta contra Macri o contra Cristina, en ese momento se creía que la ex presidenta sería candidata, tenían garantizada la victoria porque el otro polo de votantes los acompañaría. Claro que el desafío complejo era quedar entre los dos primeros.
El resto es historia conocida y el sentido de recordar esta cálculo electoral es mostrar cómo las reglas del juego incluyen en los reagrupamientos y fragmentaciones.
El repaso histórico sigue. En 1999 volvió el esquema de dos polos. Fernando de la Rúa logró un 48% y Eduardo Duhalde 38, entre ambos juntaron casi 90 puntos. Después vino la crisis de 2001 y ahí sí, en 2003, una enorme fragmentación con seis candidatos presidenciales. Ninguno sacó más del 25 por ciento. Las elecciones posteriores, hasta el 2015, tuvieron a la mayoría del peronismo unificado detrás de Néstor Kirchner, primero, y Cristina Fernández, después, y a la oposición dividida. Lo central de este repaso es ilustrar que lejos de ser una “novedad” el que haya dos fuerzas que reúnan cerca del 90% de las voluntades es bastante más habitual en la Argentina que el esquema de tercios o la hiperfragmentación.
La incógnita que puede surgir es cuáles son los hilos conductores de las dos grandes coaliciones que confrontaron el 27 de octubre. Qué es lo que hilvana a esos votantes y dirigentes. A primera vista hay cuestiones bastante claras. El bloque conservador, lo nominaremos así en estas líneas, levanta algunas banderas clásicas de la derecha en todo el mundo y otras dirigidas a su sector más “blando”. En el tema seguridad, por ejemplo, hay una reivindicación de la “mano dura” y una negación de la realidad social que puede estar detrás de las conductas delictivas. En el mismo sentido va la idea de la “meritocracia”, que trae consigo la idea de que cada uno tiene “lo que se merece”. Estas consignas calan hondo en el núcleo duro de Juntos por el Cambio y para el sector “blando” está la bandera de “defensa de la República”. Del otro lado, el presidente electo, Alberto Fernández, cerró su discurso el día que ganó la elección en primera vuelta invocando a la “Argentina de la solidaridad” y luego se fotografió con Braian, un joven que había fiscalizado la elección en una mesa de Moreno y fue discriminado en las redes sociales por utilizar gorrita con visera. Este mensaje, en línea con aquella frase increíblemente sintética que promovió CFK durante su segundo mandato, “la patria es el otro”, son la antítesis de “cada uno tiene lo que se merece”.
Esto puede ser considerado hasta cierto punto algo novedoso. Cuando los dos grandes bloques político-sociales de la Argentina estaban encabezados por el PJ y la UCR como fuerzas orgánicas y no dentro de coaliciones eran menos nítidas las fronteras ideológicas. En esta elección, por momentos, parecía una competencia más clásica entre una coalición de centro-derecha y otra de centro-izquierda, con todo lo difícil que es utilizar categorías europeas en la política latinoamericana.
Más allá de esto, que puede ser considerado un rasgo distinto de este tiempo político, la polaridad de la política argentina no es algo novedoso. Ese antagonismo, mal llamado grieta, es un rasgo permanente de nuestra cultura política. «