Facundo Astudillo Castro fue inhumado el jueves en el cementerio municipal de Pedro Luro en presencia de sus familiares y amigos. A modo de réquiem se escuchaba la batucada del Semillero Cultural de esa ciudad, al cual pertenecía este pibe malogrado a los 22 años.
Ahora ni siquiera el Ministerio Público Fiscal duda de que lo sucedido con él haya tenido otra causa que la “desaparición forzada seguida de muerte”.
El miércoles hubo un significativo avance en la pesquisa cuando Yatel, el ovejero alemán del perito de la querella, Marcos Herrero, trabajó sobre el patrullero Toyota Etios secuestrado el 25 de agosto, durante el allanamiento en la sede de la Policía Local de Bahía Blanca.
Su aporte fue determinante para descartar la hipótesis del accidente, tan tomada en cuenta por casi tres meses y medio. El olor de la víctima fue en la cabina muy perceptible para el perro, al punto de morder y rascar el asiento trasero hasta casi destruirlo.
Se ve que, además del olfato, la profesionalidad policial del animal es más afinada que la del ministro a cargo de La Bonaerense.
Aquello, desde luego, no pone en tela de juicio la voluntad, tanto de este gobierno nacional como provincial, por esclarecer semejante tipo de crímenes. Pero sí ubica en una zona brumosa su capacidad de evitarlos.
En este punto bien vale retroceder al tiempo inmediatamente posterior a la restauración de la democracia. Y a un episodio en particular.
Una desavenencia con la dueña de La Angiulina –un tugurio emplazado en la frontera de Lomas con la Capital– hizo que tres muchachos al irse dieran un portazo. Eso causó la rotura de un vidrio. Tal rotura a su vez motivó una denuncia en la comisaría 10ª, pegada al Puente La Noria, sobre la orilla sureña del Riachuelo. De allí salió a poner las cosas en orden el sargento Juan Ramón Balmaceda junto a los cabos Isidro Romero y Juan Alberto Miño.
Al rato, ya al caer la noche, se oyó un tiro en la esquina de Figueredo y Guaminí; después, otros seis plomazos y, al final, una ráfaga de ametralladora. Los cuerpos agujereados de Agustín Olivera, de 26 años, y César Aredes, de 19, quedaron en la vereda, junto a un paredón con una añeja pintada de la JP que decía: “Somos la rabia”.
Al tercer fusilado, aún con vida, lo cargaron en la caja de una pick-up Ford F-100. Era Roberto Argañaraz, de 24. En ese momento sólo tenía herida una pierna. Después apareció en un zanjón con 18 orificios de bala.
El asunto pasó a la historia como la “Masacre de Ingeniero Budge”. Era el 8 de mayo de 1987.
El “gatillo fácil” –y los asesinatos por imposición de tormentos en sedes policiales– habían llegado para infectar el Estado de Derecho.
El 18 de agosto se cumplieron 27 años de la desaparición de Miguel Bru –visto por última vez en una celda de la comisaría 9ª de La Plata–. No fue el primer caso en aquella modalidad bajo el imperio de la democracia. Tres años antes, idéntica suerte fue para el albañil Andrés Núñez, tras ser torturado en la Brigada de Investigaciones de esa misma ciudad. Sus restos fueron hallados cinco años después en un campo de General Belgrano. Pero en el caso de Bru, su paradero sigue siendo un misterio.
No es una exageración decir que la práctica del “gatillo fácil” atraviesa barrios y arrabales como un fantasma apenas disimulado. Y que se trata –por lo general– del único delito sin fines de lucro que cometen los uniformados. Aunque también hay casos –como el de Luciano Arruga– donde el homicidio se comete por la negativa de la víctima a robar para ellos.
En términos numéricos, desde el comienzo de la era democrática hasta fines de 2015 hubo 4737 asesinados por fuerzas de seguridad; es decir, un promedio de aproximadamente 152 víctimas anuales. Del total, 2653 murieron en casos de “gatillo fácil” y 2084, en situaciones de cautiverio, mientras que otros 73 fueron matados durante movilizaciones y protestas.
Pero bajo el régimen macrista tal conteo creció de manera exponencial: 1087 víctimas entre comienzos de 2016 y fines de 2018. O sea, 362 víctimas por año, lo cual establece una muerte cada 23 horas, según cifras coincidentes de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels).
En aquel período los asesinatos policiales fueron una política de Estado. Y un ícono al respecto resultó el efectivo de la Policía Local de Avellaneda, Luis Chocobar. El tipo se hizo famoso luego de acribillar a quemarropa en el barrio de la Boca al ladronzuelo Pablo Kukoc, de 17 años, ya caído por un tiro previo que le quebró un fémur tras asaltar y herir a un turista norteamericano.
“Quiero reconocer tu valentía y ofrecerte mi apoyo”, le soltó Mauricio Macri al recibirlo en el despacho principal de la Casa Rosada. Y el asesino se sonrojó. La ministra Patricia Bullrich observaba la escena con una expresión entre cariñosa y comprensiva.
El aliento oficial hacia los fusilamientos extrajudiciales era tal que hasta tuvo un protocolo, ideado por el exfuncionario del Ministerio de Seguridad, Fernando Soto. Un nombre para no olvidar.
El juicio oral por homicidio agravado contra Chocobar comenzará el 9 de octubre. Y Soto es su abogado defensor.
Ya concluido el gobierno de Macri, esta clase de prácticas subsiste aún bajo un gobierno que respeta y promueve las garantías constitucionales. Una disfunción institucional basada en un problema preexistente: el autogobierno de absolutamente todas las fuerzas de seguridad del país, tanto federales como provinciales, a partir de su capacidad para financiarse a sí mismas a través de inumerables cajas delictivas. Tal es su sistema de supervivencia y la llave que –entre otras tropelías– les concede el derecho de matar. Prebendas propias de un Estado dentro del Estado, cuyos hábitos se trazan con sangre. Un ominoso escenario que –por extenderse hasta el presente– plantea la democratización policial como la gran deuda de la sociedad con su propia Historia.