Catalino Páez era el referente regional del PRT. Trabajaba en el Frigorífico Nelson de Laguna Paiva, donde había conformado, junto con otros compañeros de la agrupación, La Lucha. Tras el golpe de Estado de 1976, advertido de que lo querían detener, comenzó un exilio interno junto a su familia que lo llevó a Lima, Provincia de Buenos Aires, para instalarse en un campamento de horno de ladrillos, alejado de su familia y militancia. Algo ocurrió en febrero de 1980, casi 4 años después, que encendió la maquinaria represiva para capturarlo. Aún se desconoce cuál fue el detonante, pero sí sus consecuencias: para llegar a él, primero secuestraron a su hermana, María Ceferina, y a su esposo, Luis Medina, luego a su hermano Miguel y su familia, y finalmente a Catalino, su esposa Juana Medina y su hijo Mario, de 14 años.
El trayecto de la patota fue reconstruido por la querella de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), representada por los abogados Federico Pagliero y Anabel Marconi, durante el alegato del juicio oral que se realiza ante el Tribunal Oral Federal de Santa Fe y que este miércoles tendrá sentencia. Allí se investiga el secuestro y tormentos sufridos por Catalino, su esposa e hijo, y de 8 de sus compañeros de militancia en el frigorífico y en el PRT.
El operativo comenzó el 8 de febrero de 1980, en la localidad de Esperanza, a poco más de 30 kilómetros de la ciudad de Santa Fe. Una patota de más de 15 policías de civil llegó a la casa de María Ceferina Páez en la madrugada, cuando se preparaba para ir a trabajar a la fábrica. Destruyeron todo lo que pudieron en la casa y se llevaron a la mujer, dejando solos a sus 5 hijos e hijas de entre 14 y 7 años. María Ceferina fue llevada a una comisaría, donde la interrogaron sobre su hermano. Luego la llevaron a una casa vieja en un campo, donde permaneció en un calabozo y fue violada. Finalmente, fue llevada al D2 de la capital provincial. Su esposo, Luis Medina, fue secuestrado también en un campo donde trabajaba de alambrador.
Cuatro días después, la patota fue a buscar al hermano de Catalino, Miguel, a un campo de Esteba Rams, unos 250 kilómetros al norte de la capital provincial. Miguel, su esposa Elba Medina y su hija de 15 años fueron torturados con picana eléctrica allí mismo. Querían conseguir la dirección de Catalino y finalmente lo hicieron. Fueron llevados todos a Santa Fe, incluidos los tres hijos más pequeños, de entre 8 y 5 años, que permanecieron un mes detenidos junto a su madre en el centro clandestino de detención que funcionó en la Guardia de Infantería Reforzada (GIR).
El 14 de febrero, dos días después, los policías hicieron más de 400 kilómetros para llegar hasta el horno de ladrillos donde trabajaba y vivía toda la familia de Catalino, en la ciudad bonaerense de Lima. A él, a su esposa Juana, que estaba embarazada, y a su hijo Mario, de 14 años, los subieron a un camión frigorífico. Adentro estaba atado su hermano Miguel. Los pasaron por varios lugares de detención, los torturaron, y finalmente terminaron en el D2. En la ladrillera quedó Mónica, de apenas 13 años, al cuidado durante semanas de sus cinco hermanitos, que tenían entre 10 y un año y medio de edad.
Toda la familia Páez y Medina sufrió tormentos. Permanecieron varios meses secuestrados. Luego fueron liberados o legalizados y enviados a diferentes prisiones. Junto a los adultos, 16 niños, niñas y adolescentes fueron víctimas de ese raid represivo, aunque solo el caso de Catalino, Juana y Mario fue incluido formalmente en esta causa. Catalino murió en 2014 y no llegó a declarar en el juicio, pero sí lo hicieron Juana, sus hijos y sobrinos, y los sobrevivientes de la organización La Lucha.
La voz áspera
Un personaje central en esa trama fue el ex oficial del D2, Eduardo Enrique Riuli, uno de los 6 expolicías acusados. Flaco, alto y narigón, se diferenciaba del resto de la patota por su físico y por su voz, que ya era reconocida en Laguna Paiva como presentador de bailes. Los testigos lo reconocieron durante los operativos de secuestro, a los que fue de civil con un gorrito con los colores del club de fútbol Colón de Santa Fe. Era el que los golpeaba, el que estuvo durante los traslados y en el centro clandestino que funcionó en el D2.
Con los años, Riuli se convirtió en un conocido conductor de radio y TV de Paiva. Su cara estaba en las publicidades en la vía pública que muchos sobrevivientes mencionaron.
“En el D2, Riuli vestía prolijo, siempre muy elegante. Con una voz muy potente, preparada”, recordó Mario Páez en su testimonio. Un día, Riuli le abre su celda y le dice: “Te voy a dar una sorpresa”. “En una silla enfrentada a la mía lo traen a mi padre. Riuli estaba atrás mío, con las dos manos en los hombros, lo sienta a mi padre. Estaba irreconocible, no podía casi ver, tenía la boca rota, la lengua casi afuera”, rememoró Mario en el juicio. “Miralo, ese es tu viejo, lo conocés. Decime lo que sabés porque sino te va a pasar lo mismo”, lo amenazó.
Para Riuli, Raúl Germán Chartier, Antonio Rubén González, Rubén Oscar Insaurralde, Fernando Sebastián Mendoza y Omar Epifanio Molina, la querella de la APDH solicitó una pena de 25 años de prisión. La fiscalía, en cambio, pidió una pena de 20 años para Chartier, pero una condena mucho menos para el resto: entre 8 y 6 años de prisión. Este miércoles, los imputados podrán decir sus últimas palabras y se conocerá el veredicto . «