No somos la excepción ni los más «enfermos». Vivimos en un mundo de grietas. Cada país tiene las suyas. En España los catalanes quieren dejar de ser España. Hasta hace cinco minutos le respetaban a Rajoy el monopolio del uso de la fuerza, como diría Halperín Donghi, al precio de no usarla. Colombia acaba de convertir a las FARC en una fuerza política sin el aval contundente de la población civil (una ajustada mayoría votó contra el acuerdo en un plebiscito que debería sellar el karma del izquierdista: «no plebiscites tus ideas»). En Washington el año pasado se inauguró a metros de la Casa Blanca el museo de la historia afroamericana. Un descenso a los infiernos de la esclavitud, que es, en mayor medida, una reivindicación de Barack Obama y el have a dream de Luther King: la integración consumada en un presidente negro Mientras, Donald Trump gobierna la nación rodeado de algunos supremacistas blancos e impulsa en simultáneo con sesgo proteccionista otro «golpe de Estado al imperio», como llamó con optimismo Toni Negri a la era Bush. Trump se presenta como el representante de la minoría blanca olvidada en los años de las diversidades representadas, del obamismo Benetton y café latte. A escala global el Papa Francisco predica su relato con una metáfora dura contra el comercio: «la cultura del descarte». Para salir de la grieta argentina hay que volver al mundo que está lleno de grietas.
La inquietud periodística argentina en torno a «la grieta» es una distorsión que la reproduce hasta alcanzar un estado cada vez más tóxico: hasta que no sepamos de qué estamos hablando. Es la grieta como tema. Es la grieta en sí misma. Es borrar los temas de la grieta (grieta sobre qué, ¿pobreza, distribución, igualdad, comunicación?) para que la grieta sea el tópico de una rivalidad mal curada y sólo personalizada. Es la grieta como un catálogo de psicologías políticas que deben ser tratadas, analizadas, «la política al diván». Es una grieta abstraída, una grieta sin «temas concretos», una grieta como drama de peleas familiares, plantones en la «familia del espectáculo» (¿quiénes no se saludaron en los premios Martín Fierro?). La grieta como costumbrismo político televisado. Es la grieta contada como la interna del consorcio de edificios de la clase media argentina: el del 4° B que odia a la del 3° H. Es la grieta como un bosque frondoso que tapa árboles concretos. El periodismo que dice querer cerrar la grieta vive de ella. Lanata vestido de bombero con una manguera de nafta en la mano. «¿Cómo se cierra la grieta después de estos 12 años de división?», se preguntan como si no fueran los coautores de un modo de nombrar la fractura pero clausurándole su alcance social. Hablan de la grieta como un tumor que se implantó en una sociedad que, dicen, alguna vez conoció la normalidad, la paz. Porque la antigrieta tiene su otra ficción: imaginarnos frente al espejo de un pasado que no existió, donde fuimos unidos y felices.
A su vez, en paralelo y para explicarla, muchos quijotes de la grieta se presentan con el mohín de historiadores revisionistas y ajustan la imagen de una Argentina como escenario perenne, inalterable, esencial («¡la grieta existe desde 1810!», gritan), porque siempre hubo, repiten, «dos modelos de país». Y se funden tanto en la tradición que borran el acontecimiento. Y ahí van, estilizando un poco la barbarie (con sus gauchos imaginarios en el potrero) y barbarizando más la civilización (con un Sarmiento que parece haber nacido sólo para escribir que no ahorremos sangre de gaucho). Es cierta la Historia: grieta hubo siempre. Pero ese río subterráneo se descubre cada vez: el presente sin pasado es liberal, pero un presente de pura tradición no hace historia. ¿Qué hay de nuevo, viejo?
Desigualdad hubo siempre: pobres y ricos y clase media en el temblor del país de la movilidad con sangre, sudor y lágrimas. Podríamos reformular y decir fractura social, lucha de clases, ni yanquis ni chavistas, y así. Hay grietas, sub-grietas, grietas entre las clases: los informales, los formales, la regia «aristocracia obrera», la interna semiótica de las clases medias, los industriales de durlock contra los sojeros. Pero ahora, en estos años, la organización del conflicto social argentino en torno al kirchnerismo (quien actualizó nuestro drama contemporáneo) produjo este subgénero periodístico que finalmente es su desvío: la grieta como análisis psicologista de la política. No hay conflicto concreto a temas, hay grieta. Y ahora leemos notas sobre presuntos planes de despolarización social, estudios culturales para bajar la intensidad.
El daño de este rótulo («la grieta») da por resultado una pura rivalidad tóxica que consiente ocultar responsabilidades, roles, temas: Santiago Maldonado. Una línea de defensa del gobierno actuó en modo «oposición de la oposición»: se «kirchnerizó» la figura de la víctima hasta su reducción productiva («no es una víctima, es el deseo de una víctima», razonó Carrió y peló un porcentaje de 20% de posibilidades de que esté vivo en Chile como quien saca un refrito de la Side del microondas). No lo desapareció la grieta a Santiago, pero lo volvió a ocultar en ese yuyal de rivalidad que alimenta el oficialismo. Y no se trata de ver «la culpa de las partes», se trata, insisto, de advertir este desvío, este extravío, esta abstracción vidriosa que elige hablar de grieta para al final no hablar de nada. ¿Grieta es el nombre argentino de la posverdad? ¿Hablar contra la grieta es hablar contra la polarización, el conflicto? No. Los 12 años de kirchnerismo y su capacidad de ensamblar leyes no tuvieron como fórmula la disciplina partidaria y un parlamento de escribanía, sino la exploración transversal de los debates. El kirchnerismo combinaba polarización y debate diagonal. Hasta Carrió y la CTA vieron cómo les pisaban el jardín con el ingreso universal. El kirchnerismo nació como fisgón de esa sociedad maldita post 2001. Disciplina partidaria, si se puede, y agenda transversal fue la fórmula de Kirchner para lograr su dominio. Había Grieta (gobierno versus Clarín desde 2008) y había creatividad para pensar más grietas. Ejemplos: el tan mentado matrimonio igualitario, en el Senado tuvo a César Gioja votando en contra y a Ernesto Sanz a favor; o la reestatización de los fondos jubilatorios en el Senado tuvo los votos de senadores del ARI fueguino, socialistas y MPN.
Insisto: no se trata de discutir la idea de grieta en pos de una política despolarizada (¿existe algo así?) o de una política aun más pacificada que la que tenemos desde 1983, o contra una política de líderes y lealtades intensas. Ni de pedir «consensos», como si desayunáramos bronce. Consensos que tal vez existan pero como las filtraciones de humedad en las paredes: no los controlamos, aparecen como fallas irreconocibles de un sistema que no los acepta. Ocurre que esta «grieta», así, como género de la política, no sirve para ver lo real, lo concreto, la fractura. «