“Evita hay una sola. No rompan más las bolas”. La consigna fue coreada en otro mayo. Hace casi medio siglo atrás por las columnas de la Juventud Peronista, inscriptas en la Tendencia Revolucionaria, que marchaban sobre Plaza de Mayo. Entonces se intentaba expresar ante Isabel lo insustituible de la figura de la guía espiritual, quizás no de la Nación –como se había dicho cuando murió–, pero sí al menos de sus mayorías populares. Una sola Eva, entonces; pero una Evita con miles de rostros: las de las miles de mujeres y hombres de pueblo que recogieron su nombre en cada momento, siempre en el intento de llevarlo como bandera a la victoria.
Es un lugar común en la bibliografía escolar pensar al nacimiento de la filosofía en estrecha relación con ese pasaje del mito al logos que puede rastrearse en la Grecia del siglo VI antes de Cristo. También en Argentina se suele pensar muchas veces a su historia en los términos dicotómicos del desarrollo civilizatorio frente al retraso de la barbarie. Ese mito, el de una “razón en desarrollo” frente a una bárbara irracionalidad, volvió a reactualizarse en el siglo XX con la emergencia del peronismo, e incluso aparece, cada tanto, cuando se intenta cartografiar dicho movimiento bajo la lupa del juego de divisiones a partir del cual tendríamos, por ejemplo, a un Perón racional y a una Eva pasional, o a una base bárbara de cabecitas negras y a una dirección política y sindical “con otro tipo de conocimientos”. Evita, en ese sentido, se torna para nosotros figura privilegiada para pensar el combate abierto contra los privilegios: sociales, políticos, y también, simbólicos. Entre ellos, los privilegios que sitúan a la razón por sobre la pasión, la ciencia sobre el mito. Evita: nada más lejos del irracionalismo, pero además, nada más lejos de un ejercicio de la práctica política en la que no haya lugar para los fanatismo y las pasiones.
«¿Desde dónde hablar con Eva, o Eva Duarte, o Eva de Perón o Evita la de todos, que es decir la que fue y puso el cuerpo para que muchos años después, años que acaso no alcancen a ver nuestros ojos, cuando tanta obstinación se cruce de una vez y para siempre con la historia, alguien con aire doctoral pueda decir: en los antecedentes de nuestra revolución hay una mujer, y muestre su retrato, y otra generación se enamore como nos enamoramos nosotros cuando éramos jóvenes…”.
La poética de Vicente Zito Lema, siempre en las intersecciones del mito y el logos, nos invitan a ejercita un poco eso que en La parte maldita (nuestro programa en Radio Gráfica) hemos denominado Filosofía Errante.
¿Desde donde hablar de Evita?, nos preguntamos. ¿Desde la frialdad de las placas conmemorativas o desde el calor y la transpiración de los cuerpos movilizados y en movimiento? ¿Desde los fetiches burocráticos y los falsos dilemas como aquellos que contraponen el odio y el amor, o desde el amor profundo a los humildes y el odio visceral a los cajetillas y renegados? ¿Desde el mito o desde el logos?
Evita, por suerte, nos insta a recuperar la doble función estratégica del amor y el odio, del pensamiento y las creencias. Porque como alguna vez supo escribir Esteban Rodríguez Alzueta, el mito incita “a una rearticulación entre la pasión y la razón”. Esa es su función: disponer conjuntamente los elementos contrapuestos para disputar el sentido de la política.
Dos momentos de lucidez militante en Evita: la razón y la pasión.
Primero momento: la promoción del voto femenino en 1947; y lo que se desprende de aquella decisión: la fundación del Partido Peronista Femenino en 1949 y su desarrollo específico, con sus autoridades y unidades básicas que organizaban a su vez a las censistas, delegadas y subdelegadas esparcidas por todo el territorio nacional, proceso que corona con 23 diputadas, 6 senadoras y 77 representantes de legislaturas provinciales que llegaron a asumir sus puestos en 1951 por primera vez en la historia del país.
Segundo momento: el plan de “milicia obrera” y “contra-inteligencia plebeya” para defender al gobierno popular. Y no sólo la conocida compra, a través del príncipe Bernardo de Holanda, de 500 ametralladoras y 1.500 pistolas para ser entregadas a la CGT tras el intento de golpe de Estado del 28 de septiembre de 1951, encabezado por el general Benjamín Menéndez, sino también el establecimiento de una red de inteligencia popular sostenida sobre la base de las trabajadoras domésticas estratégicamente situadas en casas oligarcas.
Por supuesto, sobran los discursos donde la pasión programática de Evita combinan fervor con líneas de acción.
Hoy, esa mujer que marcó como ninguna otra persona la historia de nuestra patria, es símbolo de la lucha por la conquista y ampliación de derechos, sobre todo de las y los últimos de la fila, los nuevos descamisados, esas trabajadoras y trabajadores de la economía popular que conforman ese precariado que se puso en acción para sostener un profundo entramado de organización comunitaria en las barriadas, en “el territorio”.
Evita, por todo esto, expresa para nosotros el costado tierno y militante, plebeyo y combativo del peronismo desde abajo. Evita, por todo esto, expresa para nosotros el costado tierno y militante, plebeyo y combativo del peronismo desde abajo.