Muchas de las personas que consumen de manera cotidiana los medios de comunicación masivos y tradicionales deben sentirse agotadas. O más bien, estafadas. Llegué a esa conclusión después de ver dos documentales que me hicieron pensar, otra vez, sobre nuestro oficio.
Uno es Catch and kill (‘Atrapar y matar’), una serie basada en la serie de podcast en la que el periodista Ronan Farrow devela cómo investigó la historia de abusos sexuales del poderoso productor cinematográfico Harvey Weinstein que publicó en la revista The New Yorker y que aceleró su detención, juicio y condena. El otro es In the same breath (‘En el mismo aliento’), de la directora china Nanfu Wan, quien cuenta el inicio de la pandemia en Wuhan, el control represivo del gobierno chino y la irresponsable reacción del EE UU gobernado entonces por Trump. De ella recomiendo también el documental One child nation, en el que explica la criminal política de hijo único que se impuso durante décadas en China.
En ambos casos, el periodista y la cineasta muestran la censura, las presiones, la manipulación de poderes políticos y/o económicos. Informan y contrastan datos. Y reflexionan sobre los medios y la información. El saldo es negativo y, en cierta forma, desesperanzador.
Porque basta leer, mirar y escuchar a diario a gran parte de la prensa en América Latina en general y en Argentina en particular para darnos cuenta de que las premisas básicas del oficio están olvidadas. Hoy lo que predomina es el periodismo que busca indignar a las audiencias, el que ejerce periodismo militante opositor u oficialista dependiendo del gobierno de turno.
La doble vara llegó para quedarse. Así, se maximizan los escándalos o investigaciones judiciales en contra de los personajes con los que el periodista o el medio no están de acuerdo y se minimizan, ignoran y esconden los de políticos, gobiernos y personajes amigos. También queda en evidencia en las entrevistas que se convierten en interrogatorios cuasi policiales para algunos, mientras que otros son mirados con embeleso. No hace mucho, por ejemplo, un famoso periodista argentino recibió en vivo a la exgobernadora de Buenos Aires con un: «Te quiero mucho, Mariu, no tiene nada de malo decirlo».
Ni hablar de las citas textuales que se recortan a modo, para enojar a la ciudadanía así sea a partir de la distorsión de frases que se descontextualizan o que, en los casos más extremos, directamente se inventan. Las aclaraciones poco sirven, porque el primer mensaje es el de mayor impacto. Así, las difamaciones (o ‘fake’) quedan arraigadas de manera permanente, listas para convertirse en tendencia cada vez que sea necesario.
La degradación se potencia con las redes sociales. A partir de un tuit se publican artículos plagados de prejuicios y conjeturas incomprobables. De banalidades. Y se acompañan de titulares plagados de adjetivos: «la polémica», «el desgarrador», «el curioso». Pasa que, cuando se leen esas notas, resulta que de polémicas, desgarradoras y curiosas no tienen nada.
Es el mero afán del ‘clickbait’. De ahí la proliferación de titulares misteriosos: «¿Qué le respondió X a Y?», «¿Cuándo se reanudan los vuelos?», «¿Por qué cambiaron el feriado?». Se supone que el periodismo ofrece respuestas, que las preguntas son para las fuentes, no para las audiencias. Pero parece que ya no, que lo que funciona es especular con fuentes anónimas que «habrían» dicho cualquier cosa.
No dejan de sorprender, además, quienes se ufanan de hacer «periodismo de investigación» así sea a partir de filtraciones interesadas de fotos y videos y de grabaciones ilegales, incluso de posteos y tuits. Todo sirve para autoerigirse como héroes o heroínas mediáticas.
Intereses en los medios hubo siempre, no vamos a ser ingenuos ni a romantizar el pasado, sólo que echo de menos el periodismo que no grita y que no exhibe de manera tan obscena sus intereses partidarios. Extraño la sobriedad.
La contraparte, celebro, está en los múltiples medios alternativos que han surgido en la región y que representan aire fresco y vital, aunque la agenda pública siga marcada e impuesta por la prensa tradicional, la más influyente, la que se desprestigia a sí misma a diario, cada vez más.
De todas formas, seguimos.