Lo del diputado Waldo Wolff fue muy gracioso. Ya bajo el sol de la última primavera había comenzado a olfatear que el estrepitoso desplome de Gerardo Milman minaría la ensoñación presidencialista de Patricia Bullrich, la jefa de ambos. Y eso derivó en su sorpresivo alineamiento con Horacio Rodríguez Larreta, el archirrival de ella, pero justo antes de que a este le explotara en la cara el no menos estrepitoso desplome de Marcelo D’Alessandro.

De modo que el debut del pobre Wolff junto a su nuevo líder fue en esa conferencia de prensa donde se atribuyó semejante crisis a una «maniobra de inteligencia del kirchnerismo». Había que verlo allí, incómodo, avergonzado y con la cabeza gacha, mientras Larreta se deshacía en explicaciones.

Después, ya a la noche, Wolff fue enviado a un programa de A24 para aclarar el asunto. Y dijo que «a D’Alessandro le hackearon el teléfono».

Esa frase bastó para que el entrevistador lo arrinconara:

–Entonces, si el teléfono fue pinchado los chats son ciertos.

Wolff, muy dubitativo, revoleó los ojos, antes de farfullar:

–Este… no es su totalidad.

Una gran escena televisiva del presente.

En fin, D’Alessandro resultó ser a Larreta lo que Milman es a Bullrich: dos filibusteros del PRO devorados por el fisgoneo interno.

Porque la hipótesis del «fuego amigo» ya fue deslizada por Tiempo el 24 de diciembre, en un artículo basado en fuentes macristas que adjudicaban la filtración de los chats del ahora «licenciado» D’Alessandro a operadores al servicio de Bullrich. Un «vuelto» a Larreta –sostienen esas mismas fuentes– por haberse difundido desde su sector ciertas trapisondas de Milman, como el incidente de tránsito que dejó al desnudo su vínculo espurio con una empresa metalúrgica proveedora del gobierno de la Alianza Cambiemos, entre muchas otros delitos e inconductas.

Lo cierto es que para Mauricio Macri el espionaje es nada menos que el ejercicio de la política por otros medios. Se trata de una práctica angurrienta, salvaje e indiscriminada, porque no se limita a la observación secreta de sus adversarios sino que se extiende a los suyos, ya sean funcionarios o dirigentes,  incluso a su propia familia. Es decir, una patología psicológica que merece ser repasada desde sus orígenes.

En este punto hay que retroceder al invierno de 2009. Por aquellos días la gestión de Macri al frente del Gobierno porteño se estrelló con el escándalo de las escuchas telefónicas: un número indeterminado de pinchaduras ilegales articuladas por el ya olvidado espía Ciro James. Aquel tipo, un ex  «pluma» de la Policía Federal, obraba bajo las órdenes del primer jefe de la Metropolitana, comisario Jorge «Fino» Palacios. 

El método –es justo reconocerlo– poseía una impronta artesanal, ya que su operatoria la iniciaban dos jueces misioneros al ordenar en la SIDE aquellas «pinchaduras» con la excusa de alguna causa que tramitaban. Y días después, James las retiraba en una oficina del mencionado organismo.

El tipo se hacía pasar por funcionario del Ministerio de Educación de CABA con el beneplácito de su titular, Mariano Narodowsky. Además solía visitar el despacho del ministro de Seguridad –y actual intendente de Mar del Plata–, Guillermo Montenegro.

Menos él, todos los miembros de esta gavilla –empezando por Macri–, terminaron procesados por «asociación ilícita», en tanto que Palacios y James tuvieron una breve temporada de prisión preventiva. 

Cabe resaltar que entre las víctimas de la maniobra figuraba el cuñado mentalista de Macri, Néstor Leonardo (pareja de Sandra Macri), su exesposa, Isabel Menditeguy, y tres referentes del PRO: Diego Santilli, Cristian Ritondo y Larreta. Notable. 

Macri salió bien librado de esta trama: el 22 de diciembre de 2015, ya instalado en la Rosada, fue bendecido con un oportuno sobreseimiento.

Desde entonces nadie estuvo a salvo de su abarcativo radar.

Las operaciones de fisgoneo del gobierno nacional del PRO no podrían caber en un solo libro, ya que en ese período la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) fue una suerte de Estado paralelo, en cuya periferia circulaban personajillos como el espía polimorfo Marcelo D’Alessio, quien, junto con el fiscal federal Carlos Stornelli y el operador del diario Clarín, Daniel Santoro, formaba parte de un inolvidable dream team en la materia. O el sonado caso de la «Gestapo» al servicio de la exgobernadora bonaerense María Eugenia Vidal, cuya tarea principal fue la persecución de sindicalistas díscolos. 

Pero para comprender los vidriosos lazos entre los integrantes del PRO es necesario recordar un hito en particular: el del grupo «Super Mario Bros», integrado por policías de la Ciudad asimilados por la AFI.

Al estallar el asunto durante el otoño de 2020, el juez federal de Lomas, Federico Villena, tuvo la gran deferencia de visitar el despacho de Larreta en Parque Patricios para exhibirle las evidencias del espionaje sobre él, que hasta incluían detalles precisos de su tórrido amorío con la presidenta de la Comuna 9, Analía Palacios, además de, por ejemplo, fotos del alcalde durante una cena secreta que mantuvo en el restaurante Dandy con el diputado Emilio Monzó.

Villena –un íntimo de D’ Alessandro y que, en consecuencia, reporta a Larreta– extendía hacia él las pruebas en silencio.

Larreta no salía de su estupor.  

En tales circunstancias se enteró que el vicejefe porteño, Diego Santilli, también era rigurosamente espiado. Dos datos al respecto le helaron la sangre: el jerarca macrista de la AFI, Gustavo Arribas, había incurrido en la audacia de reclutar al cocinero Martín Terra, el exmarido de su actual esposa, Analía Maiorana. Mientras –siempre según Villena– en la residencia de esa familia trabajaba una empleada doméstica debidamente infiltrada por la ex «Señora Ocho», Silvia Majdalani.

Larreta no tenía ahora ninguna duda de que las molestias que la AFI se había tomado con Santilli eran también para él.

En otras palabras, el PRO es un verdadero nido de víboras. Desde luego que Larreta es parte de tal serpentario.  

¿Acaso puede ahora asombrar que desde su entorno se filtraran pruebas de las inconductas políticas y personales de Milman o que desde el entorno de Bullrich se hackeara el celular de D’Alessandro para difundir sus vergonzosos chats? Pero más allá de ello, sí resulta significativa la virulencia de esta guerra interna. Una guerra que ya escapó del control de sus hacedores. Y cuyo final promete ser tan devastador como incierto. «