El entonces presidente Mauricio Macri fue el encargado de cerrar el acto de campaña. Era el 17 de octubre de 2017. La escena transcurría en el microestadio del club Ferro, faltaban 48 horas para el apogeo del macrismo. Macri estaba parado en el centro de un escenario circular. Abajo, sentados en círculo, como preparados para el juego de la oca, estaba el resto de la primera plana Cambiemos. “No los voten porque los cómplices de la década pasada van a terminar todos presos”, fue la última frase del discurso.
No se trató de un exabrupto eufórico. Era la señal de lo que comenzaría a suceder inmediatamente después de que Cambiemos ganase la elección. La cacería judicial de opositores arrancó con la prisión preventiva de Julio De Vido a los pocos días del triunfo electoral, que aceleró el plan que estaba diseñado. Hasta ese momento, había mostrado señales, avances y retrocesos. Luego, vendrían la prisión de Boudou, Zannini, Timerman, empresarios y sindicalistas adversarios.
El giro autoritario de la derecha argentina se consolidó en ese momento, hace cuatro años. Lo que ha ocurrido en los últimos 18 meses de pandemia, las marchas anticuarentena, el rechazo a las vacunas, las acusaciones de envenenamiento, las propuestas de juicio político, el discurso extremista al que no le importa tener alguna conexión con la realidad y solo apela al odio, es la evolución del mismo proceso.
El lawfare fue grotesco. Hubo células de espionaje ilegal que además de buscar información para armar causas hacían sus propios negocios extorsionando personas. Jueces pagados con ascensos por cumplir los deseos del presidente y otros castigados con juicios políticos por negarse. Arrepentidos comprados con dinero o convencidos bajo la amenaza de terminar en una de las frías celdas de tres por dos de la cárcel de Ezeiza. Es cierto que no se lo puede comparar jamás con la matanza de la última dictadura. Es una forma de autoritarismo más sutil. Se ejerce llevando al límite la frontera de la democracia y el estado de derecho.
Todo ese proyecto fracasó, al menos en su intención de instalarse como una hegemonía político-cultural que durase dos décadas. El giro autoritario que se cristalizó en 2017 puede terminar de ser derrotado en la próxima elección. Un triunfo de Cambiemos implicaría un recrudecimiento, más allá de que las listas las encabecen dirigentes más moderados.
La apuesta hegemónica del lawfare tenía dos objetivos. Uno apuntado a la dirigencia política: dar la lección de lo que ocurre si se tocan ciertos intereses. El otro, la frutilla del postre, era cultural. Se traducía en una idea fuerza muy simple: hacen “populismo”, es decir, cualquier cosa que mejore un poco la vida de los jubilados, maestros, trabajadores en general, para ganar elecciones y poder robar. Ese encadenamiento lógico en el que una fuerza política que empuja un poco la justicia social lo hace para quedarse en el poder y corromperse era la golpe final.
Si se hubiera consolidado, habría dado a luz una mayoría social autómata, como los criaderos de seres humanos de la película Matrix. Las máquinas sembrando argentinos para extraer la energía eléctrica de su cerebro y dándoles a cambio una realidad virtual. Es el sueño dorado de la clase dominante.
El giro autoritario de 2017 no se detuvo con la derrota de Cambiemos en 2019. Sufrió un simbronazo, un freno temporal. Sin embargo, en estos más de 18 meses del gobierno de Alberto Fernández, con la pandemia de por medio, se acumularon como la lava al pie de un volcán las señales de que el proyecto sigue ahí. Está en cada frase de los periodistas del establishment, en cada intervención de Macri. Hay algo en lo que se puede coincidir: en estas elecciones también se vota con qué niveles de libertad podrán vivir los argentinos.