El encuentro ocurrió durante la mañana del jueves en el despacho principal de la Casa Rosada. «Quiero reconocer tu valentía y ofrecerte mi apoyo», le soltó Mauricio Macri al efectivo de la Policía Local de Avellaneda, Luis Chocobar. Este se sonrojó. Patricia Bullrich observaba la escena con una expresión entre cariñosa y comprensiva.
Al día siguiente se viralizaron las imágenes captadas por una cámara de seguridad instalada en la esquina de Irala y Suárez, del barrio de La Boca. Allí se lo ve a Chocobar disparando por la espalda al ladronzuelo Pablo Kukoc, de 17 años, ya caído por un tiro previo que le quebró un fémur, después de asaltar y herir a puntazos, junto con otro pibe, al turista norteamericano Frank Joseph Wolek. La difusión de ese video derrumbo públicamente los elogios de Macri.
Pero eso no opaca su hazaña: ser el primer presidente constitucional que recibe a un policía acusado de «homicidio por exceso en la legítima defensa».
Claro que él ya supo manifestar su beneplácito al respecto en ocasión del reciente asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel. «Hay que volver a la época en que la voz de alto significaba entregarse», fueron sus palabras. Dicha postura coincide con otras prestigiosas voces que se hicieron escuchar en esos días; entre estas, la de Gabriela Michetti («El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad»), la de Germán Garavano («La violación de las leyes va a tener sus consecuencias») y la de Bullrich («El Poder Ejecutivo no tiene que probar lo que hace una fuerza de seguridad»). Ella hasta fue más lejos al rubricar una resolución para que los uniformados «no obedezcan órdenes de los jueces si consideran que no son legales». Lo cierto es que en Argentina el «gatillo fácil» es ahora una política de Estado.
Cabe resaltar que la «bendición» del presidente no solamente se limita a los matadores policiales. «Daniel es un ciudadano sano y muy querido», dijo el 15 de septiembre. Hablaba del carnicero de Zárate, Daniel Oyarzún, quien dos días antes había perseguido hasta atropellar con su Peugeot 306 a un hampón en fuga; esa faena fue completada por una cantidad indeterminada de vecinos que descargaron una lluvia de puñetazos y patadas sobre la víctima cuando, ya aplastado entre la camioneta y un semáforo, agonizaba con el cuerpo roto por dentro. «Daniel debería estar con su familia, más allá de lo que determine el Código Penal», remató Macri. Tal fue su visión de un asesinato oscilante entre dos modalidades: la «justicia por mano propia» y el «linchamiento». Tal vez la Historia lo recuerde como el Santo Patrono de las ejecuciones sumarias, ya sea en manos de «agentes del orden» o de ciudadanos armados y en banda.
Si bien el final de la dictadura no evitó el ciclo de asesinatos policiales de civiles (en su mayoría, desde 1984, jóvenes varones y pobres fusilados en sus barrios o torturados en comisarías, penales y hasta patrulleros hasta morir), el caso que visibilizó semejantes crímenes fue la llamada Masacre de Budge, sucedida el 8 de mayo de 1987. Las víctimas, Agustín Olivera, Oscar Aredes y Roberto Argañaraz, quienes bebían cerveza en una esquina próxima al Riachuelo. En aquellas circunstancias fueron acribillados por una patota de La Bonaerense al mando del sargento Juan Balmaceda.
No es una exageración afirmar que partir de entonces el «gatillo fácil» atraviesa barrios y arrabales como un fantasma apenas disimulado. También hay que reconocer que se trata del único delito sin fines de lucro que comenten los uniformados.
En términos numéricos, desde el comienzo de la era democrática hasta fines de 2015 hubo 4737 asesinados por fuerzas de seguridad; es decir, un promedio de aproximadamente 152 víctimas anuales. Del total, 2653 murieron en casos de «gatillo fácil» y 2084, en situaciones de cautiverio, mientras que otros 73 fueron matados durante movilizaciones y protestas.
Pero bajo el régimen de Macri el conteo creció de modo exponencial: 725 víctimas entre comienzos de 2016 y fines de 2017. O sea, 362 víctimas por año, lo cual establece una muerte cada 23 horas, según cifras coincidentes de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels).
De dicha cifra global, el 40% (144 casos anuales) murió en cautiverio y 44% (160 casos anuales) bajo la ley del «gatillo fácil». Y con una frecuencia de un fusilado cada dos días. En un 60% sus verdugos son policías, gendarmes y prefectos fuera del horario de servicio.
Es notable que el aumento de tales casos sea inversamente proporcional a su difusión en los medios periodísticos.
No sucedió así con Chocobar, en parte por su grado de exposición a raíz del «reconocimiento» presidencial.
En materia de «justicieros civiles» otro asunto alentado ahora desde las más altas esferas oficiales su profusión no es menos alarmante.
Junto al caso del carnicero Oyarzún, un remisero de José León Suárez desarmó a un muchacho que lo apuntaba con un revólver, antes de prodigarle cuatro tiros por la espalda. A tal hecho se le añadió el del médico Lino Villar Cataldo, quien una semana antes había ultimado con tres disparos también por la espalda a un adolescente que intentaba robarle un auto. Es decir, tres casos en sólo siete días.
Desde lo estadístico, los episodios de «legítima defensa» con armas de fuego suman en la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano según fuentes judiciales 40 muertes de presuntos ladrones durante los últimos cuatro meses. O sea, uno cada 72 horas; la mayoría según esas mismas fuentes, ocurrida cuando los asaltantes ya no representaban una amenaza para el «damnificado». Una tendencia creciente en la cual se desliza lo que se podría denominar «el gen criminal del ciudadano común».
¿Acaso es posible que las usinas estratégicas de la alianza Cambiemos hagan uso de tamaño trastorno social? Porque se trata de un trastorno que no sólo se plasma en la acción directa sino que también palpita, por caso, en las redes sociales, en tertulias de café, en taxis y hasta en los votos. A la «gente» le agrada la pena de muerte extrajudicial. Un genocidio en gotas con espíritu marketinero.«