Transcurrió casi un año y medio desde la llegada del Frente de Todos al gobierno en modo kirchnerismo ampliado.
La derrota electoral de la derecha macrista —allá lejos y hace tiempo en la era prepandémica— fue un hecho incuestionable, aunque son más difusos los alcances de su derrota ideológico-política.
En una entrevista publicada en el libro El peronismo de Cristina del periodista Diego Genoud (Siglo XXI, 2021), el peronista “rubio”, Emilio Monzó, hace una afirmación que a primera vista parece un tanto desopilante: “Macri es estratega y no es táctico, el peronismo es táctico y no es estratégico”, dice Monzó —al parecer— sin ruborizarse.
Es muy difícil pensar seriamente al expresidente Macri como a un estratega, sin fracasar en el tercer meme. Sin embargo, si un grano de verdad puede encerrar la audacia imprudente de Emilio Monzó, es que la experiencia de la derecha cambiemita en la administración y el bloque de poderes fácticos en los que se apoyó, fijó los límites de lo decible, de lo discutible y hasta de lo pensable.
La resolución culposa del temprano fallido producido en torno a la no expropiación de la empresa Vicentin, puso a salvo de cualquier cuestionamiento al oligopolio privado del comercio exterior que detentan un reducido grupo de empresas cerealeras y agroindustriales.
Si el conglomerado fundado en el siglo pasado por don Pedro Vicentin no mereció una intervención expropiatoria más que justificada ante el desfalco a cielo abierto que llevaron adelante los integrantes de su lumpendescendencia, el resto de las empresas que tienen las mismas prácticas —aunque los desarrollen con diferentes modales— pueden respirar tranquilas. Los patovicas asentados en los puertos argentinos al servicio de la patria sojera, que son energizados por los anabólicos de la devaluación permanente, se encuentran legitimados para continuar con sus maniobras extorsivas y su impunidad a prueba de balas.
El reconocimiento inmediato de la deuda fraudulenta y odiosa —tanto en los términos morales como en los jurídicos— sin investigación o cuestionamiento de ningún tipo, delimitó el universo de lo exigible y condicionó toda la negociación futura porque se partió de la posición de debilidad que implica la legitimación de una estafa dolosa que contó con la concurrencia y complicidad de ambas partes.
La bandera blanca desplegada ante los empresarios mediáticos en general y ante los de Clarín en particular —“agujereada a tiros”, según la expresión de un colaborador del presidente Alberto Fernández— implicó el aval para que el abuso monopólico y las posiciones dominantes quedaran intactos y hasta se fortalecieran por los beneficios históricos y actuales que no se reducen a la pauta oficial, aunque la incluyen.
La legitimación de los violentos tarifazos heredados de la era de Mauricio Macri en el gobierno nacional (y que se cuentan por 1000 o 2000 por ciento) colocaron otro techo extremadamente bajo a cualquier discusión sobre qué hacer con los servicios públicos que son esenciales para las mayorías.
Con subsidios derrochados “hasta que les duela”, un historial de pésimos servicios y un pasamanos de empresarios que van y vienen (de Marcelo Mindlin a Daniel Vila y José Luis Manzano, entre tantos otros) en una ruleta de un Estado “presente” que garantiza ganancias ocultas. Una resignación moderada que coloca en el campo de las utopías delirantes a una propuesta tan elemental como que deben nacionalizarse para que cumplan con sus funciones esenciales y no dependan de la arbitrariedad insensata que impone el lucro. El horizonte de lo discutible en este terreno se redujo a “cuánto ajuste aguanta la sociedad” y no a un racional planteo de hasta dónde deberían bajar las tarifas y cómo hay que mejorar el servicio.
Por último, la consolidación de la pérdida salarial promedio de cuatro años consecutivos —incluido uno bajo administración del Frente de Todos— puso la vara del asunto en el subsuelo en el que se debate el mal menor de no perder tanto y no la exigencia lógica (que estuvo en el corazón del mandato electoral) de recuperar lo perdido.
Son todos temas que hacen a variables elementales de recuperación de derechos para hacer la vida más vivible después de lo insoportable que fue la eterna levedad de Macri. O para poner límites a saqueos varios que ni siquiera la excepcionalidad de una catástrofe pandémica de dimensiones históricas habilitó a discutir.
Emilio Monzó delira o hace literatura porque Mauricio Macri no es ningún estratega, pero su bloque de poder diseñó las coordenadas de lo disputable en esta etapa y transformó a una eventual “ancha avenida” en un estrecho pasaje donde el extremo centro se choca permanentemente contra sí mismo. «