Hace 17 años, Néstor Kirchner asumía el gobierno con el 22 por ciento de los votos. Una debilidad cuantitativa que se mitigaba en el hecho de que la coalición de poder que gobernó con el menemismo se había fracturado por los conflictos que trajo el derrumbe de la convertibilidad, mientras se hundían en el descrédito popular las reformas de mercado de los 90. Por conocido no deja de ser asombroso lo que vino después: un presidente que comenzó a construir poder con solo palabras y gestos unívocos, desde la promesa de no dejar las convicciones en la puerta hasta el desmonte del cuadro del dictador Videla. 

Cierto que el veloz ascenso de los precios de los commodities le permitió eludir lo que parecía un dilema de hierro: o desconocer la deuda pública, con todas las consecuencias que ello aparejaba, o pagarla a costa de sufrimientos sociales indecibles. Pero fueron aquellas señales iniciales las que guiarían la gestión de gobierno, incluyendo la inversión pública y social, ampliada y extendida después por Cristina Fernández de Kirchner, conquistas que anclaron firmemente en un movimiento político y social que les dio sustento.

Entre los tumultuosos inicios de la gestión de aquel presidente y los del actual, Alberto Fernández, hay por lo menos dos puntos en común, que son la imperiosa necesidad de construir poder y, otra vez, las difíciles opciones que plantea la deuda pública y su cumplimiento. Es, en definitiva, lo que ahora se debate entre el gobierno y los fondos acreedores: cuál es el límite máximo, en cifras y condiciones de pago, que la Argentina puede aceptar sin sacrificar a su gente. Pero el contexto de hoy y sus circunstancias son por completo diferentes, cuando el país atraviesa el peor momento de la pandemia en un escenario en el que se combina la devastadora herencia macrista con la severa restricción de la actividad económica que impone la protección sanitaria.

Al gobierno del Frente de Todos lo asedia una compacta coalición del poder financiero, agrario y exportador, que domina ampliamente los medios de comunicación social con su formidable capacidad de extorsión y de manipulación de las conciencias. La amplia hegemonía del capital financiero se expresa políticamente en la coalición Juntos por el Cambio, que representa a las clases propietarias y a sectores importantes de las capas medias urbanas y rurales, ganadas en buena parte gracias a la derechización del radicalismo, que en su alianza con el PRO fue arrastrado mayoritariamente a la degradación política e ideológica.

Pliego de condiciones

En estos días de intensas presiones, advertencias y condicionamientos al gobierno de parte del establishment y de su aparato de inteligencia y propaganda que constituyen los grandes medios, se volvió a hablar del pliego de condiciones. Así llamó Horacio Verbitsky al ultimátum que le planteó el subdirector del diario La Nación, Claudio Escribano, al entonces presidente electo, Néstor Kirchner, cuando le exigió el alineamiento automático con Estados Unidos, un encuentro de pleitesía con el embajador y los empresarios de ese país, la condena al gobierno de Cuba, la reivindicación de la guerra sucia y medidas excepcionales para combatir la inseguridad. Como se sabe, Kirchner rechazó de plano el planteo.

Por su parte, Fernández ya tiene su pliego de condiciones, formulado varias veces por el empresariado y, de manera mucho más explícita, por sus voceros mediáticos y lenguaraces políticos. Que lo exijan, una y otra vez, las cámaras patronales y su nutrida jauría mediática no constituye novedad, pero lo sorprendente es que se haya sumado el secretariado de la CGT en un encuentro virtual con la AEA, el estado mayor del capital en la Argentina. 

Por la CGT estuvieron Héctor Daer, Gerardo Martínez, Armando Cavalieri, Carlos Acuña, José Luis Lingieri, Antonio Caló y Andrés Rodríguez; por la AEA su presidente, Jaime Campos,  y Paolo Rocca, Enrique Cristofani, Cristiano Rattazzi, Luis Pagani, Héctor Magnetto, Marcos Galperin, Luis Perez Companc, Alejandro Bulgheroni y Eduardo Elsztain, entre otros. 

Los comentarios maliciosos de esos días señalaban que varios de ellos integran la lista, publicada por Forbes, de los diez argentinos más ricos, y agregaban que si algunos sindicalistas blanquearan sus ahorros podrían estar en la nómina, si no entre los diez primeros, poco más abajo.

Los grandes medios saludaron con alegría esta reunión que “le marcó la cancha al gobierno” y se adelantó a la tan esquiva propuesta del Consejo Económico y Social, ya que la CGT firmó con los empresarios un comunicado que plantea “reducir gradualmente la presión tributaria sobre el sector formal de la economía”, “atendiendo a su vez a la necesidad de equilibrar las cuentas fiscales”, y un pronto acuerdo con los acreedores de la deuda pública, al tiempo que reivindica “el rol de las empresas privadas y sus cadenas de valor en el desarrollo y la necesidad de emerger de la actual crisis”. 

O sea, la CGT fue convidada a acompañar al capital más concentrado y dañino en su pugna por conducir la reconstrucción de la economía en la pos pandemia, que alguien comparó con acierto con “una economía de posguerra”. Demostrando más agilidad que el poder político, el establishment no cede ni un milímetro y apuesta todo a una continuidad agravada de su permanente ofensiva contra el salario y las conquistas laborales. La ventaja lograda por las patronales en este punto durante los años de Macri es indignante. Según el  Mirador de Actualidad del Trabajo y la Economía, en septiembre de 2019 cada trabajador registrado llevaba perdidos 286.000 pesos con respecto a diciembre de 2015, “una transferencia de ingresos sin antecedentes en un período democrático”.

Cercando al Presidente

En verdad, éstos fueron días de gestos estridentes. La reunión CGT-AEA se enredó con otros ademanes de igual resonancia política, como la invitación del Presidente al festejo del 9 de julio al Grupo de los Seis, que representan los capitales de la industria, el comercio, el agro y las finanzas. En la ceremonia, se sentaron junto con el Presidente y 24 gobernadores, Miguel Acevedo, Carolina Castro, Adelmo Gabbi, Eduardo Eurnekian, Javier Bolzicco Néstor Szczech y Daniel Pelegrina. Lo que fue leído por algunos como una muestra de respaldo político, para otros fue, por lo menos, una concesión gratuita de Fernández a sus críticos más implacables, y le valió reproches varios, entre otros el de Hebe de Bonafini y toda el ala combativa del Frente de Todos, que contrastaba esas invitaciones con la poca interlocución del gobierno con las pymes, cooperativas y otras agrupaciones representativas de la economía popular. 

Alberto equilibró ese gesto con otro encuentro de intención reparadora, el que tuvo con la CTA, encabezada por su secretario general, Hugo Yasky, y que reunió a la Mesa Nacional de Unidad Pyme (MNUPyme), la Asamblea de la Pequeña y Mediana Empresa (Apyme) y la Confederación General Empresaria (Cgera). En su intervención Yasky propuso «una multisectorial del movimiento obrero y las pymes» que le dé cuerpo a una alianza estratégica entre las pequeñas y medianas empresas y el movimiento obrero. El propio Fernández instó a la unificación de la CTA y la CGT, y rescató el capitalismo productivo en contra del capitalismo financiero. «La Argentina que se viene nos necesita a todos, y las pequeñas y medianas empresas son los principales aliados», había dicho Alberto Fernández en su intervención.

Nada más grato a los oídos de quienes en el Frente de Todos pugnan por un proyecto de poder que reedite, si no la alianza con una burguesía nacional que se ha extraviado hace rato en la transnacionalización del capital, una alianza de clases y sectores alrededor de una propuesta basada en la recuperación por el Estado de los resortes básicos de la economía y la producción, el control de las divisas y las exportaciones, la expansión del mercado interno y el crecimiento de la productividad basado en la apropiación y generación de tecnología, entre otros ambiciosos objetivos.

No obstante, el marco, político, económico y sanitario configuran una situación sumamente difícil, que demanda un esfuerzo fiscal y monetario de proporciones gigantescas en momentos de caída brutal de la recaudación. La dependencia de la economía argentina del reducido núcleo de exportadores, en buena parte extranjerizado, plantea una sujeción ineludible, al menos hasta que se haya podido modificar la actual correlación de fuerzas. Pero, al mismo tiempo,  ese cambio no se hará sin decisiones audaces que empoderen a los trabajadores y el pueblo.

Cualquier política de alianzas, ya sean tácticas o estratégicas, no puede escapar a este panorama, al que hay que agregar el pronto desenlace de la negociación con los fondos acreedores de la deuda pública y, luego, la negociación con el FMI, con su temible artículo 4, que exige austeridad y reformas de mercado que serían letales para la gobernabilidad democrática. 

El Frente de Todos, con su diversidad de voces y opiniones, está forzado a mantener el marco común y la unidad de objetivos, por los menos hasta la incierta salida de lo peor de la pandemia, es decir hasta que comience a normalizarse, en los términos en que esto suceda, la economía y la producción. 

Será entonces cuando el debate sobre la distribución del ingreso y la riqueza tendrá un carácter decisivo y, seguramente, más enérgico y frontal. El peronismo sin Perón, pese a su tradición popular, nunca ha sido homogéneo en este punto. Será, también, el momento de decisión sobre el rumbo definitivo de este gobierno.