La insurrección policial bonaerense que nos sacudió esta semana fue adquiriendo una complejidad cada vez mayor con el correr de los días. Comenzó como un reclamo gremial, casi idéntico a las sucesivas protestas que vienen ocurriendo desde tiempos de Alfonsín: salarios, horas extras, uniformes, seguro médico y «blanqueo» de sanciones. La reiteración de los mismos reclamos durante décadas da cuenta de que el problema de base es real, y que los policías se ven a sí mismos como trabajadores con derechos. Por otra parte, la crisis se fue politizando y amenazaba con convertirse en algo más. Aparecieron más aristas: la relación gobierno-la oposición, el tratamiento mediático, la no cooperación entre Frederic y Berni, la amenaza a la estabilidad política (cuando los movilizados marcharon a las residencias del presidente y el gobernador), la cuestión distrital. Otras policías provinciales podían sumarse, nacionalizando todo. El panorama pintaba obscuro, porque cuando una crisis política focalizada se convierte en una general, cuando condensa en ella a todos los conflictos subyacentes de la sociedad, se vuelve impredecible. Eso ocurrió con la crisis del campo y la ley de medios: comenzaron con algo concreto, y terminaron desbordándose.
Alberto Fernández demostró ser particularmente alérgico a ese tipo de crisis. De hecho, por eso abandonó el kirchnerismo en 2009. Es un político centrista que se siente incómodo en el conflicto. Tal vez fue por eso que se decidió rápidamente por un camino claro: encuadró el problema en el terreno fiscal federal, y planteó que se resuelve redireccionando los fondos de la coparticipación desde la Ciudad a la Provincia de Buenos Aires. Revirtió los efectos del decreto de Macri de principios de 2016, y encontró la forma de financiar los nuevos salarios de 90 mil policías bonaerenses. Y, de paso, recreó un frente de conflicto que es más manejable que el social.
Además del aspecto estratégico -contener la crisis en un plano para evitar que desborde-, lo que hizo el presidente es interesante porque, desde la Nación, le dio una especificidad provincial al problema de la policía bonaerense. La Ciudad recibió con Macri fondos especiales para su policía, pero ahora el problema se ubicó del otro lado de la General Paz. La Nación privilegió a la Provincia.
Argentina es un país seguro con territorios de inseguridad. En la media nacional, las estadísticas criminales -asesinatos, robos, secuestros, femicidios- se encuentran entre las más bajas de América latina. Con el agregado de que en muchas las provincias -La Pampa o San Luis, por ejemplo- el delito tiene cifras suizas. El foco principal es el Conurbano bonaerense, con su situación social explosiva y su precariedad habitacional. Pero, además, este territorio que es periferia del consumo porteño y tiene sus propios mercados de delito, está desorganizado. En los hechos no hay una policía bonaerense, sino varias. La departamentalización policial fue señalada en más de una oportunidad como parte del problema, agravado por la realidad de que los intendentes fueron adquiriendo una influencia cada vez mayor sobre las comisarías de sus respectivos municipios, con lo que la noción de “policía bonaerense” se debilita aún más. Y, como consecuencia de ello, la pretensión de implementar una política integral de seguridad provincial se parece cada vez más a un imposible. Probablemente, la designación de un ministro de estilo fuerte -Berni- buscó resolver la fragmentación a partir de un liderazgo. Pero ahora, las cosas son distintas. El país, a través de un decreto presidencial y del apoyo político del oficialismo -y también de un sector de la oposición- está reconociendo la crisis de la seguridad bonaerense, y se muestra fiscalmente solidario con un problema de larga data. Ya no es un Berni solitario: la Argentina decidió apoyar al Conurbano para que resuelva la crisis policial, y para que tenga una mejor política de seguridad. Esto le da al gobernador la oportunidad de relanzar su política de combate al delito, y de contar con una política específica para el Conurbano.