En el Conurbano bonaerense se concentran los problemas sociales del país. Los grandes números de la pobreza, la miseria, el hacinamiento y el delito están allí. Y además, es el terreno llave de las elecciones presidenciales. La conjugación de esos dos elementos, necesidad y poder, degradó la idea que muchos argentinos tienen del Gran Buenos Aires. Lo que en otra época no tan lejana era el conjunto de localidades y barrios que las familias elegían para vivir una vida urbana mejor se transformó, para cierto imaginario social, en un territorio endemoniado. Un lugar en tinieblas donde se construyen gobiernos sobre la base de transacciones espurias.
Los pecados del Conurbano se volvieron lenguaje. Lenguaje peyorativo, claro. Vivimos en una época que reivindica el oficio y el sufrimiento de las meretrices -y por ende, exculpa a sus hijos- y que batalla por equiparar los derechos de las diversidades sexuales. Ergo, los insultos de antaño dejan de ser insultos. Pero la imagen de los sujetos conurbanos se hunde cada vez más. Punteros, transas, negros cumbieros, pitufos, planeros, barones, pibes chorros, intendentes, saqueos, inmigrantes. Hasta los privilegiados que se refugian en countries y barrios privados sufren el estigma: narcos, garciabelsunces, swingers, hijos de la burbuja y la endogamia, contaminación ambiental, omertá. Nada de lo que vive en el Conurbano está libre de mancha.
Aunque parezca mentira, hasta hace poco tiempo ese territorio era un sueño. Vivir más o menos cerca de mi lugar de trabajo y conservar un modo de vida más o menos natural. La posibilidad de una casa sobre terreno propio, sin esa abominación de los edificios y la gente desconocida que camina sobre nuestro techo. O de un aire más limpio para los que sufren problemas respiratorios. Si bien nunca se constituyó un partido verde en nuestro sistema político, hay un ecologismo popular que subyace en la cultura de un país rodeado de campo. El sueño incluye una parrilla, un limonero, sillas de jardín, algo de césped para los perros y el fútbol. Hoy, esa aspiración pastoril típicamente conurbana se trasladó al centro de la ciudad o a periferias más lejanas. Es vivir en una torre el tamaño del departamento no importa, con bicicletas, algo de pasto y una parrila compartida entre cientos de vecinos. O en un PH, en un barrio custodiado por varias fuerzas de seguridad (si son federales, mejor). Y para los que se atreven a soñar más, el ideal es mudarse a un pueblo o barrio más allá del Conurbano y sus patologías. Esas aspiraciones trazan nuevas fronteras políticas e inmobiliarias. En la Ciudad protegida, los barrios se palermizan. Casi un tercio del territorio porteño hoy se denomina Palermo Algo y va por más. En cambio, en los alrededores de la Ciudad la frontera conurbana se expande como una peste. Hace poco, un vendedor inmobiliario de Lobos con afán competitivo desacreditaba la oferta de propiedades en Cañuelas, otrora campestre, pulpera y federal. Eso ya es Conurbano, sentenció sin dudar.
En la política, la mutación de las aspiraciones sociales y la leyenda negra del Conurbano favorecieron el desembarco de Cambiemos, liderado por la gobernadora María Eugenia Vidal. Una figura política que goza de una gran aceptación social, detrás de la cual se esconden muchos de estos mitos e imágenes sociales. La particularidad geográfico-política insoslayable del cambiemismo bonaerense es su origen porteño. Vidal era vecina de la Ciudad como también lo fueron Scioli y el fugaz Ruckauf. Pero además, venía de gestionar una Ciudad cargada de connotaciones positivas para el votante bonaerense. Con ella, desembarcaron en La Plata un conjunto de funcionarios e intendentes que vivían en la Ciudad o integraban la gestión porteña. Los actuales intendentes Grindetti (Lanús), Valenzuela (Tres de Febrero), Ducoté (Pilar) y otros fueron parte de la gestión porteña de Mauricio Macri. Un partido nacido en la Ciudad intervino en la provincia con el mandato de cambiar la cultura conurbana. Lo inverso no funciona: Duhalde y Massa siempre tuvieron vedada la Ciudad.
¿Una invención peronista?
La asociación entre peronismo y un Conurbano degradado tiene mucho que ver con los debates que vienen dominando la política argentina. La idea de que el deterioro de la calidad de vida en el Conurbano sucedió durante gobiernos provinciales y municipales del peronismo está también muy instalada. Algo de eso hay. Sin embargo, es más complejo que eso.
Es cierto que peronismo y Conurbano nacieron por la misma época. En la Argentina democrática, hubo dos fórmulas históricas para formar una mayoría y llegar a la presidencia. Una, la yrigoyenista de 1916, fue juntar a la clase media porteña con las oligarquías provinciales. La otra, la peronista de 1946, unió a los trabajadores del Conurbano con la generación siguiente de las oligarquías provinciales. Entre uno y otro movimiento popular pasaron 30 años. Y entre ellos, no casualmente, el Conurbano adquirió volumen electoral.
Desde hace un siglo, y un poco más también, casi la mitad de la Argentina vive entre la Ciudad y la provincia de Buenos Aires. Lo que ha ido cambiando es la distribución de los habitantes dentro de esa cuasi mitad. Cuando eligieron a Yrigoyen, en la Capital vivía el 20% de los votantes, en el Conurbano un 6%, y en el interior de la provincia otro 20 por ciento. Pero cuando eligieron a Perón por primera vez, el Conurbano ya era el 12% del padrón argentino (la Capital había pasado a representar un 18% y el interior bonaerense un 16%). Desde entonces, el Conurbano no paró de crecer, hasta convertirse en lo que es hoy. La Capital se quedó en 3 millones de habitantes (ya no entra un alfiler) mientras el resto de la población del país aumentaba. Fruto de las migraciones internas y del crecimiento de la región metropolitana, el Conurbano comenzó a ser lo que es hoy a mediados del siglo XX.
Sin embargo, entre 1955 y 1987 (cuando Cafiero le gana la gobernación bonaerense al radicalismo), casi no hubo peronistas al mando. Aunque muchos detractores del peronismo gustan presentar a la historia argentina como una continuidad ininterrumpida del partido fundado por Perón, eso está muy lejos de la realidad. Esos 30 años clave en la historia del Conurbano estuvieron signados por la proscripción, la caótica y violenta, y breve primavera setentista, las dictaduras y el alfonsinismo. El peronismo bonaerense, tanto como el Conurbano explosivo, son fenómenos recientes. Podríamos decir que todo comenzó en los 90.
Mientras la población conurbana crecía y crecía, sucedieron dos cosas. Al mismo tiempo, fundamentales las dos. La primera fue Duhalde, quien gobernó la provincia entre 1991 y 1999 y prologó su influencia por algunos años más. La segunda fue la reforma política de 1994. La Constitución reformada, además de habilitar la reelección de Menem, introdujo la autonomía porteña (y la creación de la Jefatura de Gobierno) y eliminó el Colegio Electoral. Para que nadie se opusiera a su reelección, Menem repartió poder entre todos; a Duhalde le tocó esa enorme porción. Desde entonces, la provincia comenzó a gravitar mucho más que antes en las elecciones presidenciales, porque el antiguo Colegio Electoral estaba sesgado hacia el interior. Eliminado el sesgo, el Conurbano, donde viven tres de cada cuatro bonaerenses (casi un 30% de los votos nacionales), manda.
A Duhalde se le atribuye la creación de una maquinaria electoral. Con él, los intendentes tuvieron cada vez más poder. Y consolidó su base en la Tercera Sección (el GBA Sur más La Matanza). Y en la primera, donde estaba su adversario Juan Carlos Rousselot, partió en tres al entonces enorme municipio de Morón. Esos intendentes, empoderados por la nueva institucionalidad y por el proyecto duhaldista de llegar a la presidencia, fueron también quienes tuvieron que salir a enfrentar el fenómeno social de un Conurbano desbordado, precarizado y empobrecido. Fueron la primera defensa del Estado ante el desempleo de larga duración, las demandas crecientes y la implementación de los primeros atisbos de una política social. Las imágenes del estallido social, tanto en 1989 como en 2001, surgieron en el Conurbano. Las plazas de Mayo y de los Dos Congresos son los escenarios de la representación política y de la movilización, pero cuando algo tiene que estallar, estalla el Conurbano. Ambos años traumáticos dejaron una huella profunda: el Conurbano no puede estallar. Comercios y supermercados no pueden caer bajo el asedio de las masas desesperadas por la pobreza y el desempleo estructural. La política social se transformó en un paliativo organizado. No casualmente, en las elecciones legislativas de octubre de 2017, y con una propuesta orientada a representar las demandas de los sectores más afectados por la crisis económica, Cristina Fernández de Kirchner quedó primera en todos los circuitos electorales con mayor nivel de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI).
Toda esta dimensión simbólica y afectiva de un Conurbano explosivo resultó de gran utilidad para Cambiemos. Una primera expresión de la crisis de la política conurbana fue el fenómeno de Massa, quien lideró una revolución inconclusa: la rebelión de los intendentes. Una solución conurbana a los problemas conurbanos. Pero la rebelión massista se destartaló por su apresurado salto al plano nacional. ¿No le hubiera convenido a Massa, tras su meritorio triunfo de 2013, lanzarse a la gobernación en 2015? Ahora, Vidal expresa ese deseo. Sin embargo, los problemas del Conurbano son tangibles, brutales. El Estado fracasa en la provisión de los servicios básicos: educación, salud, seguridad. El surgimiento de una nueva política conurbana parece impensable si no hay resultados concretos en esos déficits inabarcables. Y ello demanda, como mínimo, la conjunción de una fuerte decisión política con un prolongado período de crecimiento económico.