El plan criminal de la dictadura todavía no concluyó. Cada desaparecido, cada nieto que permanece privado de su identidad, es una víctima de un delito que se perpetúa. Por eso ayer, como cada 24 de Marzo, una Plaza de Mayo colmada reclamó «aparición con vida» y ratificó la necesidad de ejercitar la Memoria, obtener Justicia y acceder a la Verdad.
El multitudinario reclamo coincidió con la difusión de dos listas que van a contramano de esa necesidad. Las nóminas contienen una propuesta del Servicio Penitenciario para excarcelar a un centenar de genocidas condenados o procesados por crímenes de lesa humanidad. Según la fuerza, que depende del Ministerio de Justicia, uno de los beneficiados debería ser el excapitán Alfredo Astiz, un emblema de la represión ilegal.
Astiz ya recibió dos condenas a perpetua. Entre los delitos que se le imputan, está el secuestro y desaparición de Azucena Villaflor, la madre de las Madres de Plaza de Mayo.
Hija de una familia trabajadora de Sarandí, el destino de Azucena dio un giro cuando la dictadura se llevó a su hijo Néstor. Como decenas de familiares, Azucena trajinó comisarías y parroquias rogando que alguien le dijera algo sobre él. Una tarde, mientras aguardaba en la antesala del Vicariato de la Armada, Azucena se cansó: «No sirve para nada todo esto dijo. Nos están engañando. Tenemos que ir a Plaza de Mayo para que nos vean.» Un puñado aceptó la propuesta. El sábado 30 de abril de 1977 el grupo se congregó en la Plaza de Mayo por primera vez. Eran 14. Acordaron reunirse de nuevo el viernes siguiente. Eran más. Una madre, según reconstruyó el biógrafo Enrique Arrosagaray, sugirió reunirse otro día, porque los viernes «traían mala suerte». Desde entonces, casi sin intervalos, las Madres concurrieron a la Plaza todos los jueves.
Azucena pudo ver poco y nada de la lucha histórica que gestó. La secuestraron en diciembre de 1977. Su entregador fue un muchacho rubio y de aspecto desvalido que se había acercado a ella para colaborar en la organización. Se trataba de Astiz.
Algunos de los crímenes cometidos por el excapitán ya fueron juzgados, pero el legado de la represión perdura, como se verifica cada vez que un uniformado ejerce violencia institucional. El expreso aval del gobierno a los prefectos sospechados de fusilar a Rafael Nahuel, o el abrazo al policía Chocobar, exhibe también que en ciertos sectores del poder aún persiste la intención de imponer su idea de orden social a punta de pistola.
Ayer, una multitud le pidió al presidente que pare la mano, que detenga las políticas represivas que ejecuta su ministra Patricia Bullrich con la pasión de los conversos.
El gobierno gasta millones para monitorear lo que opina «la gente» en redes sociales. En ocasiones, como ayer, basta con asomarse a la ventana. «