Lo más atroz que tiene la tragedia argentina es su estructura de chiste. Un gran ejemplo de ello fue el modo con el cual quedó al desnudo el amorío platónico del ministro de Seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro, con el juez federal Sebastián Ramos. El asunto no pudo ser menos oportuno.
Ya se sabe que el primero está de “licencia”. Un limbo administrativo al que fue confinado hasta tanto se enfríen dos escándalos que lo tuvieron por protagonista: su escapadita a Lago Escondido (con cuatro jueces federales, dos directivos del Grupo Clarín, el fiscal general de la Ciudad y un espía de la AFI macrista), junto con la causa judicial que se le inició por sus chats con Silvio Robles, la mano derecha del presidente de la Corte Suprema, Héctor Rosatti.
También se sabe que dicho expediente fue archivado en tiempo récord nada menos que por el doctor Ramos, tras sobreseer a los imputados.
Esto último envalentonó al “Tano” –tal como sus amigotes lo llaman a D’Alessandro–, ya que entonces empezó a urdir una estrategia para volver al ruedo. Únicamente debía aguardar el instante preciso. Y ese instante lo marcó el asesinato de Maribel Zalazar, la agente de la policía municipal baleada en Retiro. Una tragedia debidamente “carancheada” por el ministro.
Así fue como, sin invitación ni aviso previo, tuvo la audacia de aparecer en el Panteón Policial del cementerio de la Chacarita sin otro propósito que colarse entre las autoridades que asistían al entierro para salir en las fotos.
Ni el jefe de Gabinete, Felipe Miguel, ni el ministro de Gobierno, Jorge Macri, daban crédito a sus ojos.
No contento con ello, D’Alessandro completó su “Operativo Retorno” con otro golpe de efecto: culpar –en su cuenta de Twitter– al kirchnerismo por la tragedia, al impedir –según él– la utilización de pistolas eléctricas Taser que “hubiesen podido controlar el enfrentamiento”. Y eso dio pie a un apasionado debate que lo tuvo a él por estrella.
Pero la realidad lo bajó de un hondazo. Porque, en medio de aquellas circunstancias, salió a la luz una nueva tira de sus chats. Específicamente, los que supo cruzar con Ramos.
Para colmo, ello ocurrió dos minutos después de que este declarara ante la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados que no tenía ningún vínculo político ni personal con D’Alessandro.
Es de imaginar la contrariedad de Horacio Rodríguez Larreta ante dicha situación, dado que justamente ese día ultimaba los detalles para oficializar su ensoñación presidencialista.
Con posterioridad, no hubo ninguna aclaración suya al respecto. Ni del “licenciado”; ni del juez. Fue como si semejante papelón no hubiese sucedido.
Eso sí, desde aquel miércoles a Ramos no se lo ve en su despacho.
Poco hasta ahora se sabía de este sujeto de 55 años, recibido de abogado a fines de 1994 en la Universidad Católica, y que durante más de dos lustros transitó puestos menores en el edificio de Comodoro Py. Recién a comienzos de 2012 fue entronizado en el juzgado federal Nº 2. Desde entonces, con suma discreción, cifró en el “oficialismo de turno” su supervivencia. Por esa razón, a sus espaldas, hasta el cafetero lo tilda allí de “alcahuete”.
No es de extrañar entonces que, entre su debut en la magistratura y el 10 de diciembre de 2015, sus resoluciones hayan sido indulgentes con imputados kirchneristas. De hecho, a los dos días de su asunción desestimó una denuncia contra Guillermo Moreno por una presunta irregularidad en la suspensión de una cooperativa. También les sacó las papas del fuego a seis funcionarios de la Procuración de Narcocriminalidad (Procunar) acusados de alguna trapisonda. Y hasta durmió una causa por manejos turbios en los subsidios del ferrocarril Sarmiento, relacionada a la tragedia de Once.
Ramos estuvo presente en el Congreso de la Nación cuando el flamante presidente Mauricio Macri leía su mensaje ante la Asamblea Legislativa.
Entonces, declamó:
–En nuestro gobierno no habrá jueces macristas; a quienes quieran serlo les decimos claramente que no serán bienvenidos.
Ramos aplaudía a rabiar. Pero sabiendo que Macri pensaba lo contrario a lo que decía.
De modo que, tres días después, procesó a Ricardo Jaime por presuntas irregularidades en los contratos referidos a la terminal de ómnibus en Retiro. Una semana más tarde, su siguiente víctima fue Julio de Vido en la causa por supuestas turbiedades en la renegociación de adjudicaciones ferroviarias.
Sin el exhibicionismo brutal de Claudio Bonadio ni la alevosía de Julián Ercolini, el doctor Ramos se había convertido en uno de los garrotes judiciales del régimen de la alianza Cambiemos.
Ya desde entonces “Su Señoría” fue uno de los habituales contertulios de Fabián Rodríguez Simón y Daniel Angelici. Y no movía un solo dedo sin recibir sus instrucciones.
En paralelo a su cruzada contra ex funcionarios kirchneristas –en la que puso en práctica la doctrina de dictarles la prisión preventiva para así lograr delaciones y “arrepentimientos”– también se ensañó con seres anónimos.
Lo prueba el caso de los hermanos Kevin y Axel Salomón en los días previos a la reunión del G-20, cuando los “engarronó” con una acusación algo delirante: pertenecer a una célula de Hezbollah. Procesados por dicha fantasía –muy publicitada en los medios amigos– se comieron casi tres semanas en un calabozo. Al final, Ramos le dictó a Axel la “falta de mérito”, pero procesó a Kevin por “tenencia de armas”, y le trabó un embargo hasta cubrir la suma de 300 mil pesos. El arma era un viejo pistolón que había pertenecido al abuelo.
Quizás a Ramos le parezca que desde esos gloriosos días ha transcurrido un siglo. Tal vez también maldiga su vehemencia al negar ante la Comisión de Juicio Político su vínculo promiscuo con D’Alessandro, en vista del cariz que tomó el asunto unos segundos después.
Pero sabe que, en la Argentina del presente, aquellos traspiés no suelen tener consecuencias judiciales.
Pero también es consciente que del ridículo no se regresa. «