Al fin, nos encontramos, para decirles gracias y para decirles perdón, porque quisiera explayarme mucho más, pero necesito estar con mi familia y, estoy segura, ustedes comprenderán. Tal como pueden imaginar, no fueron fáciles los últimos meses de mi vida. Y por eso, lo primero que hice anoche al dejar el penal fue arrodillarme, para gritar desde bien abajo:
Soy libre,
¡soy libre, carajo!
Tenía esperanzas de poder salir en cualquier momento, porque confiaba en ustedes, en esa fuerza que pusieron muchísimas mujeres desde afuera, para que yo la sintiera desde adentro. Y sí, me emocionaron las hermosas noticias de picados y movilizaciones organizados para dar a conocer mi situación. Cómo no, si yo misma había pedido que jugaran a la pelota en las plazas, en los parques, porque el fútbol es mi bandera y soñaba con algún día hacerme escuchar, a los pelotazos. Confiaba en toda esa solidaridad y, por supuesto, en mi abogada, que me dejaba entrever rayos de luz. Fue mucho tiempo, demasiado.
Y hoy digo gracias,
por haber amanecido del otro lado.
Desde que tengo uso de razón, me la paso pateando una pelota, porque me hace sentir que vuelo. Y por eso fue un gran alivio cuando me trasladaron al penal a principios de mes, desde el Destacamento Femenino de Villa Maipú, donde sufrí medio año de constantes pesadillas, pero no por el maltrato, sino por el encierro.
En cambio, allá, en Magdalena, compartí la celda con ocho pibas amigables, entre clases y deportes que practicábamos dos veces a la semana, de modo que pude volver a correr.
Y volver a respirar, cuando sentí de nuevo a la redonda: recién ahí me empecé a reanimar, mientras intentaba arengar a todas las demás para que jugaran conmigo… Aun en los peores momentos, busqué la fuerza en las notitas que me mandaban mis sobrinos y en los dibujos que me hicieron con todo su amor, entre otras cartas que fui recibiendo y los gritos de ustedes, gargantas poderosas. Todos esos gestos me ayudaron a seguir, sostenida por sus abrazos.
Me permitieron sobrevivir.
Y nunca bajar los brazos.
Antes de pasar este calvario que me llevó a la cárcel, la vida tampoco me había resultado sencilla.
Me discriminaban por la forma de caminar y no me aceptaban en ningún trabajo, sin tener en cuenta nada de mi interior, ni cómo soy en realidad, ni cuánto soy capaz de dar.
Debí arreglármelas como pude, haciendo esas changas de jardinería que hoy me apasionan, porque siempre me gustó trabajar, sin techo, al aire libre. Y sí, por ser lesbiana debí soportar muchas agresiones; tantas que, llegado un punto, no me quedó otra que mudarme.
Pero no fue suficiente, ni eso alcanzó para evitar que me atacaran con total impunidad: la Justicia portándose mal conmigo y mis atacantes en libertad. ¿Por qué todo esto? ¿Por qué tantos meses en cana?
Sí, por supuesto,
¡por pobre y por lesbiana!
Ayer cuando me informaron que finalmente saldría en libertad, me puse muy nerviosa. Apenas pude tomar un vaso de leche y comer una empanada, porque sabía que dentro de poco soltaría este grito que contuve durante tanto tiempo, adentro de mi corazón.
¿Y adivinen qué? Ahora tengo más fuerza que antes, más ganas de jugar a la pelota, más voluntad para volver a estudiar y más alegría para seguir laburando, siempre con dignidad y dejando todo en la cancha…
Hay que seguir gritando,
¡la libertad no se mancha!