La maldición de diciembre cayó furiosamente en enero sobre la cabeza de la administración Cambiemos. Con el delay correspondiente a su desvergonzado oficialismo, hasta los medios más afines al gobierno comenzaron a publicar encuestas que sentenciaron la abrupta caída de la imagen del «equipo» que alguna vez se autocalificó como el «mejor de los últimos 50 años». Altri tempi, podría parafrasear el presidente Mauricio Macri.
Si retrocedemos unos tres meses la vertiginosa película argentina, el macrismo y sus voceros oficiales y oficiosos (y no pocos opositores) daban por descontada la reelección del presidente en 2019 y buscaban tempranamente un candidato o candidata para 2023.
Hoy los cálculos pasan por otras urgencias más inquietantes: el derrumbe del desempeño de la gestión alcanzó los 13 puntos porcentuales; el aumento de la imagen negativa sumó 11 puntos; el núcleo de quienes consideran que «este gobierno, en términos generales, tomó un rumbo correcto», se redujo al 24,1%, es decir, los votos que obtuvo Cambiemos en las Primarias de 2015; los que se opusieron a la reforma previsional superaron el 60%, mientras que más de la mitad de la población rechaza los cambios propuestos en la legislación laboral. Pero quizá los datos más significativos sean aquellos que reflejan la evaporación de un sentimiento muy preciado por la narrativa oficial: la esperanza. Un 42% considera que la situación económica del país será peor dentro de un año y descendieron en 10 puntos los que opinaban que en los próximos 12 meses iban a estar mejor en términos particulares. En noviembre eran un 33% y pasado diciembre, un 24 por ciento.
Estas contundentes cifras de la consultora Synopsis se confirman y complementan con el giro en la (des)orientación de la coalición oficial luego del azote recibido desde las calles en los diez días que estremecieron a Macri (Tiempo Argentino, 30/12/17).
Y no hay que perder de vista que las mediciones fueron realizadas antes de los tarifazos que comenzaron a castigar duro en febrero y empujan hacia arriba a la inflación que se ubica en el podio por ser una de las más altas del continente, junto a la venezolana.
Después del altísimo costo pagado por el triunfo pírrico con la aprobación de un infame atraco a los jubilados y a los beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo, en un verano caliente, el gobierno comenzó a hablar en el lenguaje del invierno.
Macri mandó al freezer el proyecto de reforma laboral y pretende avanzar desmembrando la ley en un tortuoso proceso de dudoso éxito. María Eugenia Vidal congeló su propia reforma previsional en la provincia de Buenos Aires. Marcos Peña fue el encargado de ordenar el enfriamiento de las altas tasas que mantenía Federico Sturzenegger al frente del Banco Central y que estaban refrigerando la economía argentina.
El escándalo del ministro de Trabajo, Jorge Triaca, provocado por los insultos a una empleada no registrada (a la que además había acomodado como delegada interventora en el SOMU) fue el último baldazo de agua fría sobre una administración que se consideraba excesivamente blindada.
También se enfrió relativamente la relación con el peronismo «racional» y dador voluntario de gobernabilidad, no por el resurgimiento de un ardor combativo en estos colaboradores seriales, sino porque todavía funciona su golpeada pituitaria y perciben el retroceso de su majestad.
«Si no hay leyes, buenos son los decretos», habrá pensado Macri en un giro de cesarismo blanco y para no ser menos que nadie, firmó un megadecreto de 140 artículos que anuló 19 leyes y modificó otras tantas. Ahora, evalúa desmembrarlo en varias leyes ante la posibilidad de que su caída en el Congreso se convierta en una nueva derrota.
La campaña de marketing selectivo de supuesta lucha contra la corrupción de la administración anterior (mientras se oculta prolijamente la propia) ya no otorga los beneficios o rendimientos de ayer. Ahora, la mayoría comienza a juzgar al gobierno por lo que hace o deja de hacer y no por lo que dice no ser. Por eso tampoco dan el resultado esperado las piruetas para la tribuna, como el «congelamiento» de los abultados sueldos de los funcionarios o el bloqueo al ingreso de familiares en puestos de la administración. De la conversación pública emerge un murmullo cada vez más ruidoso: «Es la economía, estúpido!».
La cruzada a la carta contra las «mafias sindicales» opositoras (mientras se encubre a las aliadas), combinada con el rechazo generalizado al ajuste, empujó al resurgimiento de un polo sindical opositor que, con todas las distorsiones del caso, no deja de expresar deformadamente una relación de fuerzas con el movimiento obrero.
Todo el escenario configura un fracaso del gobierno de Macri en los términos en los que se había postulado como agente de la gran transformación contrarreformista a la que pomposamente había denominado «reformismo permanente».
Un fracaso que no es sinónimo de derrumbe inminente (la capacidad de endeudamiento todavía anestesia la dinámica) ni de paralización de los ataques: los despidos, los avances contra el salario y las represiones están ahí para demostrarlo. Pero que devela el verdadero espesor del artefacto de la nueva derecha, sus debilidades y flaquezas, la inflación de su relato y el laberinto de su realidad.
Tanto para el mundo PRO como para todos aquellos que sentenciaron tempranamente un Macri eterno, una nueva era cambiemita y el destino sudamericano de un nuevo paradigma de la pospolítica, hay un sabio consejo que vale la pena recordar: en este país problemático y febril nunca hay que desayunar la cena. «