El 7 de noviembre, una pareja de ladronzuelos acribilló con cuatro balazos al kiosquero Roberto Sabo, de 45 años, durante un intento de robo a su local en Ramos Mejía. El autor de los disparos fue Leandro Suárez, un ex presidiario que acababa de cumplir una condena de seis años por una “entradera”, y su acompañante, una adolescente de 15 años. Lo cierto es que su edad descerrajó nuevamente la clásica polémica sobre la imputablidad de los menores y su consiguiente baja (de 16 a 14 años). Pero el agravante fue que tal debate rebasó sus habituales protagonistas (comunicadores y opinólogos de toda laya) para extenderse hacia los discursos de campaña, en vista de las elecciones de este domingo 14 de noviembre.
De tal festín argumental no se privó –por ejemplo– Diego Santilli (“Este es un gobierno que está más cerca de los delincuentes que de los trabajadores). Ni María Eugenia Vidal (“Lo de Ramos Mejía no nos sorprende. Tenemos un gobierno que está del lado de los asesinos”). Ni Cynthia Hotton (“Hacete cargo Peter Pan. Madurá. Hace dos años que gobernás, Kicillof. El preso que mató al kiosquero estaba en libertad por Alberto y Cristina”). Ni Florencio Randazzo (“Hay que duplicar las penas a los que delinquen con menores”). Ni Patricia Bullrich (“Los delincuentes están otra vez empoderados. Han vuelto con la idea de que la calle es de ellos”). Pero quien en esta ocasión se llevó todas las palmas fue el inefable José Luis Espert, quien propuso que la policía haga “ejecuciones sumarias de delincuentes hasta dejarlos hechos un queso gruyere”.
En tiempos normales, el asunto estalla de modo espasmódico y con una recurrencia exenta de variaciones discursivas, cada vez que un crimen de esta clase es exprimido por la prensa. De manera que este tema integra el catálogo de la construcción del miedo, una epopeya que siempre requiere del acto de identificar a un enemigo social, como el niño en conflicto con la Ley.
Sin embargo –según estadísticas actualizadas del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación–, los delitos cometidos por menores no llegan al 4% del total de transgresiones al Código Penal, en tanto que los homicidios cometidos por dicha franja etaria apenas araña el 0,04 por ciento.
En esto subyacen otras cuestiones. Una de ellas es lo que se podría denominar el “bestialismo ciudadano”. Pero no menos medular es la utilización policial de menores como mano de obra delictiva.
Con respecto al primer asunto, es necesario refrescar una añeja historia. Corría la noche del 15 de abril de 2009, cuando el camionero Daniel Capristo fue acribillado a tiros en Valentín Alsina por un pibe de 14 años. Al parecer, muy poco beneplácito les habría causado a los vecinos que el fiscal Enrique Lázzari, al llegar al lugar del hecho, dijera: “Es un menor y no se puede hacer mucho”. Un vendaval de puñetazos y patadas se precipitó sobre el funcionario judicial; lo apalearon en el suelo y hasta recibió un ladrillazo en la espalda, después de que la jauría humana lo persiguiera por dos cuadras. Los canales de noticias transmitían los incidentes en vivo. Ante semejantes circunstancias, el movilero de TN apeló a las siguientes palabras: “¡Fíjense la indignación que hay! La bronca de los vecinos es más que clara, más que genuina”. Toda una metáfora para un país en el cual la seguridad es reclamada por una sociedad cada vez más violenta.
Sobre la segunda cuestión, cabe destacar que hubo un tiempo en que los niños que delinquen solo les eran útiles a las fuerzas de seguridad para engordar estadísticas, reclamar mayores atribuciones y promover reglas penales más severas. Pero a fines de 2001 todo cambió puesto que la crisis también supo alcanzar al hampa. Y especialmente al crimen organizado, del cual no son ajenos los policías.
Al respecto, un ejemplo: el precio irrisorio que a partir de aquellos días empezaron a pagar los desarmaderos a los levantadores de autos estacionados –por lo general, ladrones profesionales que actuaban sin ejercer ningún tipo de violencia– hizo que estos migraran hacia otras modalidades delictivas. Tanto es así que dicha fase del negocio –una actividad que involucra a comerciantes, uniformados y hasta intendentes– quedó en manos de pibes solo calificados para asaltar con armas a conductores de vehículos en movimiento. Se sabe que ello es una fuente inagotable de desgracias. Pero aquel mismo target también es reclutado por policías y malvivientes a su servicio para cometer atracos de otro tipo. Un hábito por entonces aún inimaginable para la opinión pública.
De hecho, el primer signo visible de semejante situación tardó casi siete años en aflorar. Y fue por el asesinato del ingeniero Ricardo Barrenechea, en octubre de 2008. El caso instalaría por enésima vez el debate sobre la baja de la edad de imputablidad de los menores. Sin embargo, la bandita de pistoleros adolescentes que produjo el episodio –encabezada por un tal “Kitu”– develó la existencia de una organización de policías que trasladaba pibes desde la villa San Petesburgo, en La Matanza, hacia la zona residencial de San Isidro con un objetivo claramente especificado: robar casas y vehículos de alta gama.
Otros asaltos posteriores deslizaron la hipótesis de que esta clase de reclutamiento constituía una práctica orgánica y extendida en todo el Gran Buenos Aires. Finalmente, el asesinato de Luciano Arruga –ocurrido a comienzos de 2009 en Lomas del Mirador por resistirse a delinquir para la policía– confirmó de manera palmaria aquella impresión.
En consecuencia, no vendría mal bajar también la edad de imputabilidad a policías, a comerciantes de autopartes y a ciertos intendentes que mantienen ciertos lazos societarios con los uniformados de su zona. «