La investigación judicial que llevan adelante el juez federal Federico Villena y la fiscal Cecilia Incardona sobre el avión venezolano iraní y sus 19 tripulantes, sobre quienes pesa desde hace dos semanas una prohibición de salir del país sin que aún se les haya formulado reproche penal alguno, encuentra aval y justificación en un documento de trabajo de la ONU en materia de terrorismo. 

Lleva por título “Prevención de los actos terroristas: estrategia de Justicia Penal que incorpora las normas del Estado de Derecho en la aplicación de los instrumentos de las Naciones Unidas relativos a la lucha contra el terrorismo”. Se trata de un documento de 63 páginas que es secuela de lo que ocurrió en el mundo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Extiende y flexibiliza los límites para la investigación y, de alguna manera, le asigna al Poder Judicial –que actúa después de ocurrido el hecho- un carácter preventivo que hasta ahora estaba reservado a los organismos de inteligencia y las fuerzas de seguridad.

Esa suerte de “manual de la ONU contra el terrorismo” sostiene que “para que una estrategia de justicia penal destinada a combatir la violencia terrorista sea preventiva y previsora, es preciso contar con un sistema amplio de delitos sustantivos, facultades y técnicas de investigación, normas probatorias y mecanismos de cooperación interestatal”.

“La lógica indica y la experiencia demuestra que las convenciones, los convenios y los protocolos universales contra el terrorismo no se pueden aplicar fuera de los marcos jurídicos”, reconoce el texto. Pero en ese contexto, que se insinúa restrictivo, sostiene que “todos los países deben incorporar en su sistema de justicia penal en vigor las exigencias sustantivas y de procedimiento recogidas en esos acuerdos teniendo debidamente en cuenta las resoluciones del Consejo de Seguridad y los tratados sobre derechos humanos pertinentes”.

Parece un principio garantista. ¿Lo es en realidad? “Resulta ineludible analizar la responsabilidad individual y grupal, la manera de tratar los delitos que posean una conexión lógica entre sí, los comportamientos preparatorios o auxiliares que se deberían sancionar en el marco de cierto convenio o convención y los que no, las técnicas y normas probatorias que se deberían utilizar en la investigación y el enjuiciamiento y las salvaguardias y mecanismos de cooperación internacional necesarias”. Hay allí una virtual flexibilización de los límites que se deben respetar en los procesos penales. El terrorismo, en definitiva, parece poner un estándar menor en cuanto a qué se puede hacer y qué no en su prevención y combate. 

El documento invita: “Una vez que se han definido claramente las formas de planificación y preparación de actos violentos de terrorismo y las modalidades de incitación y apoyo a tales actos que pueden considerarse lícitamente delitos penales a fin de satisfacer los principios de legalidad y certeza, se deberá hacer la revisión correspondiente de los mecanismos procesales”.

Si bien define que “toda estrategia preventiva exige que los mecanismos probatorios y de investigación legítimos faciliten la intervención del ministerio público antes de que el terrorismo provoque tragedias y, al mismo tiempo, respeten las garantías procesales arraigadas en el estado de derecho”, advierte que “sería frustrante penalizar la planificación y preparación de atentados terroristas pero no permitir que se empleen las técnicas secretas de investigación necesarias para obtener pruebas de dichos planes y preparativos”.

La inquietante definición incluye una pregunta retórica: “¿qué mecanismos cumplen las normas internacionales que permiten que la policía, los organismos nacionales de seguridad, los fiscales y los magistrados a cargo de la investigación obtengan pruebas legítimas y confiables de la preparación de actos terroristas antes de que ésta dé lugar a la violencia?”.

En ese sentido, con un lenguaje ciertamente ambiguo, proclama que “no se puede permitir que ninguna medida procesal atente contra las garantías del estado de derecho” y alerta que “con respecto al interrogatorio de terroristas detenidos, causa preocupación el temor de que se empleen medidas inadmisiblemente coercitivas, incluso aunque no lleguen a ser los ‘dolores o sufrimientos graves’ que prohíbe la Convención contra la Tortura”. 

Queda claro entonces que no se puede torturar a una persona  so pretexto del éxito en una investigación sobre terrorismo. Pero el documento subraya, peligrosamente, que “quizá resulte imposible evitar el uso de medidas que inflijan dolor o molestias durante la custodia policial y a fin de garantizar la seguridad de los guardias y del personal encargado de los interrogatorios”. 

El límite es laxo: “las molestias que no responden a necesidades legítimas de custodia y seguridad y tienen como propósito quebrar la voluntad del interrogado para confirmar cierta información son inadmisibles”.  

El postulado parte de una premisa naturalmente coercitiva: para un empresario habituado a vivir en un lujoso departamento de 300 metros cuadrados y asolearse en una mansión de un country los fines de semana, un encierro de 72 horas en una celda de dos por tres con letrina y camastro de cemento podría ser suficientemente convincente para la delación o incluso la autoincriminación “voluntaria” a cambio de recuperar la libertad. Prohibirle a un extranjero salir del país para ver a sus hijos y reunirse con su familia también podría ser una invitación indirecta a incriminar a quien sea, aunque sea falsamente, para recuperar ese derecho humano natural a compartir sus afectos más enraizados. 

El texto señala también que el Convenio Internacional para la represión de la financiación del terrorismo “contempla que las leyes reglamentarias permitan el aseguramiento, la incautación y el decomiso del producto y los instrumentos destinados a la comisión de actos terroristas”. Y añade: “Las resoluciones del Consejo de Seguridad se aplican de forma más general a la posesión de bienes con fines inofensivos y de origen inofensivo, salvo que estuvieran asociados a una persona designada como terrorista por las Naciones. La definición parece calzarle como una prenda a medida al avión retenido en Ezeiza desde hace 20 días.

“Una de las cuestiones más problemáticas de la cooperación contra el terrorismo radica en el aseguramiento y la incautación de fondos terroristas. El Convenio Internacional para la represión de la financiación del terrorismo exhorta a los Estados Partes a que adopten las medidas necesarias para la identificación, la detección, el aseguramiento, la incautación y el decomiso de fondos asignados para cometer delitos de terrorismo y del producto obtenido de esos delitos”.

La mera sospecha justifica, entonces, la retención, aunque más no sea momentánea. Así lo resume el documento: “Dado que las resoluciones que adopta el Consejo de Seguridad en virtud del Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas tienen como objetivo restablecer la paz y la seguridad, su carácter es coercitivo, no punitivo.  Conforme a este propósito coercitivo, las Resoluciones sólo requieren el aseguramiento (y no el decomiso) de activos para impedir que se usen con fines terroristas y disuadir a las personas a quienes se priva de sus activos de que sigan participando de actividades terroristas”.