Y un día el anuncio llegó. Desde marzo del 2020, la vida se había modificado por la irrupción de la peste del Covid-19. Había obligado a ponerle límites a las necesidades básicas de la condición humana: los abrazos, los encuentros, cantar en la calle, bailar, conocerse, enamorarse. La pulsiones más básicas de la vida se llenaron de trabas, impedimentos. Tocarse era peligroso, respirar cerca del otro era peligroso. Todo aproximaba la posibilidad de la muerte.
Los anuncios realizados este martes por el flamante jefe de Gabinete, Juan Manzur, y la incansable ministra de Salud, Carla Vizzotti, dieron vuelta una página. Nada está garantizado y algunas medidas pueden tener que revisarse si hay rebrotes, pero ya se trata del capítulo final de la pandemia, aún si de modo momentáneo hay que reponer alguna de las restricciones.
El anuncio no disparó la euforia de liberación que podía imanigarse en los meses del encierro: fiesta en la calle al estilo Edad Media. La vida nunca devuelve los momentos del modo en que se imaginan cuando se los anhela, a veces son mejores, otras no. Generalmente, son más contradictorios que el ensueño.
Una de esas contradicciones salió a la luz sólo 48 horas después. El cielo comenzaba a obscurecer en Buenos Aires. En la plaza frente al palacio de tribunales, los atriles de hierro delante del Teatro Colón quedaban envueltos en la penumbra. En una habitación del edificio judicial de la calle Talcahuano, tres personas decidían quién presidiría uno de los tres poderes del Estado argentino.
Y no se trata de cualquier poder. Es el que se suele arrogar para sí nada menos que la revisión de las leyes impulsadas por quienes surgen del voto de la mayoría popular. Es el poder que dice qué norma es constitucional y cuál no; el que define sobre la libertad de cada ciudadano.
La forma en que se decidió la presidencia de Horacio Rosatti al frente de la Corte Suprema, con Carlos Rosenkrantz como su vice, es un símbolo de cómo funciona un poder con rasgos de casta. Todo se hizo a la sombra. Fue entre componendas de las que participaron los poderes fácticos, entre ellos los grandes medios de comunicación. Son los sectores que depositan en este poder del Estado su recurso final para burlar las decisiones que puedan surgir del ejercicio democrático y que afecten sus intereses. El refugio del statu quo.
Los jueces no sólo responden, mayormente, a los poderes corporativos. Son los que perduran a los cambios de ciclo político, igual que los magistrados. Eso en parte los hermana. Pasan distintos gobiernos votados por el pueblo, con políticas diferentes, cambios de rumbo, y ellos siguen siempre ahí, inmutables. Eternos como estatuas de hormigón. Es el poder permanente, como definen en Estados Unidos al sistema de servicios de inteligencia y aparatos de seguridad aliados al complejo industrial militar.
Por supuesto que el poder judicial está también poblado de jueces y fiscales honestos, democráticos, que buscan el contacto con la realidad de los ciudadanos y no mantener la distancia y mirar a las personas como hormigas desde alguna de las ventanas del palacio. La Justicia no es una estructura monolítica. Es un espacio en disputa. El Covid está quedando atrás. La batalla por una Justicia a tono con la democracia del siglo XXI continúa.