Mauricio Macri anunció el lunes en el Salón Blanco de la Casa Rosada el ya célebre Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) sobre la llamada «extinción de dominio» (eufemismo que alude al acto de confiscar bienes presuntamente mal habidos). Lo secundaba la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, y el de Justicia, Germán Garavano.
La primera sonreía emocionada, como si el asunto fuera un obsequio para ella; el otro lucía incómodo, quizás a sabiendas de que esa medida es un mamarracho inconstitucional. Por lo pronto, su concreción saltó por encima del Congreso. A la vez, su letra habilita el despojo patrimonial (incluso de modo retroactivo) a imputados sin sentencia firme en expedientes penales y también a sospechosos ni siquiera procesados, a través de un estrambótico mecanismo articulado desde el fuero civil y comercial.
Una ingeniería opuesta al principio de inocencia, en la que ya se adivinan sus víctimas preferenciales: Cristina Fernández de Kirchner y los funcionarios más notorios de su gobierno. Semejante procedimiento, si bien trae al recuerdo la siniestra Comisión Nacional de Reparación Patrimonial (CONAREPA) de la última dictadura, en realidad fue ideado por la Revolución Libertadora. Al respecto, una historia. Carlos Hugo Morete, un antiguo investigador de la Secretaría de Derechos Humanos en la época de Eduardo Luis Duhalde, supo buscar en las cajas del Archivo General de la Nación los «decretos PEN», que establecían arrestos extrajudiciales durante los regímenes castrenses de la segunda mitad del siglo XX, para otorgar el beneficio de las leyes reparatorias a quienes sufrieron esa arbitrariedad.
La cuestión es que entre los papeles del período 1955-1958 también aparecieron los «decretos de Interdicción» (otra manera de nombrar la confiscación de bienes). Solamente en esa modalidad persecutoria pasaron por los ojos de «Gogo» (así como todos llaman a Morete) alrededor de mil resoluciones aplicadas a funcionarios, políticos y militantes peronistas, además de figuras del deporte, el espectáculo y la cultura.
Pero a él le impresionó un caso en particular: el de la actriz Fanny Navarro. En este punto no está de más contextualizar su calvario. Y a su hacedor: el inolvidable Germán Fernández Alvariño, conocido como «Capitán Gandhi». Se trataba de un ex comando civil notoriamente chiflado, quien fue puesto a trabajar por los militares que derrocaron a Perón en lo que peor podía hacer un paranoico: la investigación de delitos. Así fue puesto al frente de la llamada Comisión 38, con sede en una oficinita del Departamento Central de Policía. Ante su escritorio desfilaron «sospechosos» de la talla del historiador José María Rosa y Héctor J. Cámpora, entre otros. Allí, en aquel oscuro cubículo, el tal Gandhi despuntó su gran obsesión: probar que el suicidio del hermano de Evita, Juan Duarte –ocurrido en 9 de abril de 1953–, fue en realidad un asesinato ordenado nada menos que por el presidente derrocado.
El asunto –sin duda un antecedente profético del caso Nisman– tuvo ciertos ribetes dignos de mención. En el marco de esa pesquisa, ella fue interrogada por su vínculo sentimental con el difunto. Y tal vez para diluir la reticencia de la señora, Gandhi simplemente dijo: «Le voy a mostrar algo que la va a ayudar a recordar». Entonces puso en medio del escritorio una caja de cartón, y la abrió con estudiada lentitud. Antes de caer desmayada, ella alcanzó a ver la cabeza descompuesta de quien en vida fue el cuñado del General.
Once lustros después, Gogo halló el legajo de su «Interdicción». Ahora, tras casi otra década, difundía entre sus amigos (a raíz del DNU de Macri) un texto con el relato de esa ya olvidada trama. A continuación, un fragmento: «No sólo tuve ese decreto en mis manos sino que en esos años me tocó tomar el testimonio de su sobrino cuando se presentó como causahabiente a reclamar la reparación histórica-económica que brindaba la ley. No recuerdo su nombre, sí su apellido: Romero. Había llegado a ser arquero de una famosa tercera de Boca, donde el más destacado era un wing de su mismo apellido, al que por su baja estatura llamaban ‘Romerito’. Acompañaba la documentación probatoria con unos recortes de diario donde aparecía con el plantel que viajó a Europa por algún torneo juvenil. Era el comienzo de los ’70. Al regresar, un milico que estaba en la Comisión Directiva descubrió su parentesco con Fanny Navarro, y lo dejaron libre. Trató de seguir su carrera en clubes del ascenso, pero no pudo. El estigma lo superó. Romero me contó cómo Fanny, prohibida, perseguida, sin trabajo ni dinero, viendo cómo se degradaba su vida, entró en un estado irremediable de vulnerabilidad y tristeza. Ella era propietaria de un chalet que ya no podía mantener sin dinero, y la Interdicción no le permitía disponer de su venta para comprar un departamento más pequeño y vivir con la diferencia. Así se fue apagando. Así la condenaron a una muerte por goteo».
Fanny Navarro falleció en 1971, a los 50 años. Su «vía crucis» bien puede considerarse un «daño colateral», un castigo del montón, algo de relleno. Porque todo apuntaba hacia el «Tirano Prófugo». Hacia sus inmuebles y sus cuentas bancarias; incluso su colección de motonetas fue decomisada a modo de prueba irrefutable de su «enriquecimiento ilícito». Ahora con CFK la historia se empeña en repetirse. «