En sus Quinto y Sexto Informe, producidos en los años 2009 y 2012 respectivamente, elevados oportunamente al Comité de Expertos de la Organización de los Estados Americanos (OEA), la CSC veía con preocupación la necesidad de entrenamiento y capacitación de los fiscales y personal de juzgados en técnicas de investigación y de recupero de activos; la falta de un programa efectivo de protección para testigos y denunciantes de actos de corrupción; dificultades de los organismos que investigan las denuncias para recolectar pruebas; dificultades en el acceso a la información sobre causas de corrupción, debido al secreto del sumario establecido en el Código Procesal Penal, en contraposición con los tratados internacionales anticorrupción, lo que se traduce en la falta de transparencia en la persecución de estos delitos, de cara a la ciudadanía; la regionalización de los Registros Públicos de Comercio, que dificulta la obtención de información sobre las empresas, tales como la composición de los directorios, socios y propietarios, ya que los citados Registros operan bajo jurisdicción provincial y no existe un registro nacional; y la necesidad de una mayor difusión de la normativa y capacitación en el sector privado, entre otras cuestiones. El Comité de Expertos de la OEA formuló, en cada ocasión, las recomendaciones que consideró necesarias para mejorar la situación. Sin embargo, esta no mejoró.
En estos tiempos, por el contrario, a esas deficiencias estructurales se sumaron otras de carácter cualitativo que lo empeoran todo. Porque tienen que ver con diversas modalidades de actuación que afectan, no sólo el debido proceso y otras garantías constitucionales, sino al propio sistema republicano y democrático.
Por cierto que son bienvenidos los impulsos procesales tendientes a resolver los casos de corrupción con la celeridad y profundidad que tales cuestiones requieren, dada la alta incidencia que esos casos tienen en la vida de la comunidad. Pero no a costa de violentar las reglas de juego básicas indicadas en la Constitución Nacional.
La prisión preventiva, por ejemplo, debe ser aplicada con rigurosa excepcionalidad. Sin embargo, una sala de la Cámara Penal elucubró la tesis de la «influencia residual» de funcionarios de gobierno salientes hace más de tres años, quienes siempre estuvieron a derecho y perdieron todo contacto con el poder, para encarcelarlos con gran despliegue mediático.
Muchos autos de procesamiento son extremadamente débiles de pruebas. Parecieran alentados por la moda brasilera sintetizada en la frase «no tengo pruebas pero me sobran convicciones».
Se practican allanamientos sin la presencia de los abogados defensores que solicitan estar presentes, ni de quienes se encuentran en los lugares allanados al momento de la diligencia.
Abogados defensores declaran que se hace un uso extorsivo de los convenios de colaboración permitidos por la llamada «ley del arrepentido». Según ellos, si sus defendidos declaran lo que el fiscal les sugiere, mantienen o recuperan la libertad. De lo contrario son o siguen detenidos. Algunos necesitan modificar varias veces su declaración, a veces contradiciéndose a sí mismos.
No se juzga con la misma vara a los funcionarios del gobierno anterior y a los del actual. Pese a la existencia de sospechas e incluso pruebas preliminares objetivas, como en casos de aportes dinerarios para campañas electorales de la alianza gobernante, esos casos se tramitan dentro de opacidades y disputas de competencia irrazonables. Como así también llama la atención, por ejemplo, que la misma Cámara de Apelaciones antes referida haya revocado una sentencia de primera instancia que rechazaba in límine una denuncia contra dos fiscales que investigaron a un alto funcionario del gobierno actual, ordenando que se los indague por su investigación preliminar, que fue sumamente respetuosa de las garantías de dicho funcionario, ahora denunciante.
Sin duda, la corrupción es un flagelo que golpea fuerte a la sociedad. Que resta recursos destinados al bien común para favorecer intereses particulares. Que desprecia al bien común. Y está presente no sólo en los funcionarios públicos sino también en los empresarios y en buena parte del cuerpo social. Y es necesario prevenirla, combatirla, juzgarla y sancionarla. Pero debe hacerse dentro de la ley, con respeto de las garantías constitucionales y procesales, y sin distinción entre funcionarios y empresarios, anteriores y actuales. De lo contrario todo es peor, porque el combate contra la corrupción se bastardea convirtiéndose en una persecución política.
Sería bueno que de una vez prime la buena fe. Se convierta la corrupción como un «problema de Estado» y no sea utilizado este drama como arma subalterna para móviles políticos. La CSC sigue todo con debida atención, para informar adecuadamente al Comité de Expertos del Mecanismo de Seguimiento de la OEA y demás instancias internacionales. «