Cuando se hace una enumeración, el bloque de poder antiperonista parece casi indestructible, más allá de las fuertes tensiones que tiene por dentro. Ahí están los siete grandes grupos económicos de la Argentina, la mayoría de los medios de comunicación, el grueso de la patria agropecuaria –principal sector exportador–, el sistema financiero especulativo, la mayoría de los jueces del fuero federal. El brazo político lo forma una coalición de partidos (Juntos por el Cambio) que ha logrado mantenerse cohesionada a pesar de internas salvajes, que incluyen el espionaje a los propios, y que cosecha el 40% de los votos de modo estable en las últimas tres elecciones. Este bloque tiene además la preferencia de la potencia hegemónica hemisférica, Estados Unidos.
¿Por qué fracasó semejante suma de poder durante del gobierno de Mauricio Macri, si por si fuera poco gobernaban la Nación, la CABA y la Provincia de Buenos Aires? Cualquier respuesta será reduccionista, pero no hay otra forma de arriesgar una síntesis: por el modelo que pretendieron (y pretenden) instalar. Simplemente no funciona. ¿Produce retroceso social pero con crecimiento económico, con esa vieja idea de la derecha latinoamericana del «costo social del desarrollo», basada en la creencia de que empobrecer a la población multiplica la inversión porque bajan los salarios? No pasó. De hecho hubo más inversión con Cristina, cerca del 20% del PBI, que con Macri, cuando el indicador bajó al 15% del producto en promedio. ¿Sirvió para bajar la inflación? No. Macri la duplicó con las recetas que impulsó. ¿Mejoró el empleo? Tampoco. Recibió cerca del 6% de desempleo y lo dejó en alrededor del 9. Ahora, con el gobierno de Alberto Fernández, el indicador volvió a los valores anteriores a la gestión Cambiemos.
A estos datos ya conocidos hay que agregarle el más grave de toda esa gestión que fue haber endeudado al país en dólares a una velocidad que compite con Flash Gordon y en una magnitud hasta ese momento desconocida.
Hay países en América Latina que tienen hace añares entre 50 y 60 por ciento de pobreza estructural. Es el caso de Perú, por ejemplo. En esa sociedad fracturada se combinan esa pobreza con un crecimiento económico sostenido, basado centralmente en la exportación de materias primas, como la minería. Perú tuvo seis presidentes en los últimos cinco años. Es difícil encontrar un mayor indicador de inestabilidad institucional y de judicialización de la política, el famoso lawfare. Un dirigente político que llega a la primera magistratura en el país andino tiene dos certezas: sabe que lo más probable es que no finalice su mandato y que termine preso. Esto se explica parcialmente por un sistema político absolutamente fragmentado con decenas de partidos y un esquema institucional que mezcla de modo muy particular el parlamentarismo y el presidencialismo. Pero esa inestabilidad permanente también se debe a una situación social imposible de sostener y que no se modifica a pesar del crecimiento. Los «cuatro vivos» que se quedan con todo son siempre los mismos.
Aplicar ese modelo en Argentina es el objetivo de la derecha local y regional. Hasta ahora han fracasado una y otra vez. No es solo la resistencia del peronismo, como sujeto político más allá del PJ como partido. Es una sociedad que sigue pensando que tiene derechos. Para vencer al peronismo culturalmente deben lograr que la mayoría de los argentinos se resigne y piense que no tiene derecho más que a una vida miserable. Javier González Fraga lo dijo de mudo muy transparente cuando sostuvo que nadie podía creer que con un sueldo medio podía tener una moto, un celular, un viaje. ¿Habrán logrado ahora que la mayoría de la población se resigne a un destino de pobreza? No parece. Quizás resuelvan la interna, pero no la falencia de un modelo inviable. «