Eran los últimos meses de 1999 cuando Patricia Bullrich fue invitada a un programa radial llamado Propuesta Abierta en la FM Palermo. Después, el conductor la invitó a tomar un café.
Era un individuo flaco, de modales histriónicos, que dijo ser abogado. Luego hubo otros encuentros.
Él siempre se vestía con prolijidad y cargaba un portafolio fuelle, como los que usan los visitadores médicos, repleto de libros que citaba una y otra vez con el afán de impresionar. Su nombre: Guillermo Yanco.
Al poco tiempo, ella conoció su estudio en la calle Bulnes, casi Santa Fe. Un departamento amplio y acogedor en un edificio de los años cincuenta.
El doctor Yanco no pasaba por su mejor momento; al menos en el aspecto económico. Tenía muy pocos clientes. El bufete se mantenía con los honorarios de una socia especialista en mediaciones. Y aunque él no lo dijera, usaba ese lugar para dormir.
Por entonces soñaba con un gran emprendimiento mediático.
Luego se vinculó con un dirigente de la comunidad judía que tenía esa misma ilusión. Lo cierto es que Claudio Avruj fue un milagro en su vida.
En ese momento, Patricia y él ya eran inseparables.
A fines de 1999, luego del triunfo de Fernando de la Rúa sobre Eduardo Duhalde en las elecciones generales del 24 de octubre, el vicejefe de Gobierno porteño, Enrique Olivera –a quien ella conoció cuando ambos eran diputados– tuvo el gesto de acercarla al entorno del presidente electo.
Patricia emprendió así la voltereta más audaz de su carrera política.
Al principio, los muchachos del Grupo Sushi (Antonio de la Rúa, Darío Lopérfido, Hernán Lombardi y el publicista Ramiro Agulla, entre otros) veían con recelo a esa intrusa que, tras 27 años de abrevar en aguas del peronismo, brincaba sin más hacia la orilla radical.
Pero su pragmatismo los cautivó. Y también su conocimiento de ciertos resortes del poder. Esas virtudes fueron a la vez detectadas por los banqueros Fernando de Santibañes y Chrystian Colombo, dos personajes cruciales del gobierno entrante. Así fue como De la Rúa sintió hacia ella una confianza a primera vista.
Entonces, con gradualidad, pasó a ser el garrote del régimen.
Primero, como titular de Políticas Criminales y Asuntos Penitenciarios del Ministerio de Justicia.
¿Cuál habría sido su sentir al volver en calidad de funcionaria a la cárcel de Villa Devoto, donde estuvo tres meses presa en 1975?
Muchos asimilaron con azoro su designación. Incluso dentro de las filas radicales hubo quienes dudaban de sus conocimientos técnicos para la tarea.
De entrada nomás ella exoneró de un plumazo a unos cien «candados», como en la jerga se le dice al personal.
Eso no evitó una oleada de fugas en unidades del Servicio Penitenciario Federal (SPF). Ni «salidas transitorias» de presos para robar por orden de los carceleros. Dicha modalidad fue por entonces muy común.
En octubre de 2000, Bullrich dejó el cargo.
Y de inmediato se le asignó una responsabilidad mayor: el Ministerio de Trabajo. Ahora serían los sindicatos su objeto de disciplinamiento.
Bajo la crisis económica y con la Ley de Reforma Laboral como telón de fondo, su gestión era primordial para De la Rúa.
Ella estuvo a la altura de las circunstancias. Y desembarcó en la sede de la avenida Paseo Colón con un proyecto de «transparencia sindical».
Su letra les exigía a los dirigentes que presentaran declaraciones anuales de bienes, balances de los gremios y de sus obras sociales, además de prohibir a sus familiares tener vínculos comerciales con tales estructuras.
Era una declaración de guerra.
Un hito televisivo de esa etapa fue su cruce con el secretario general de la CGT, Hugo Moyano, en Hora clave, el programa de Mariano Grondona.
–¡Que te hacés la valiente ahora! Dejate de joder –arrancó Moyano.
–Me hago la valiente porque yo los enfrento. No te pongás en agresivo.
–No me hago el agresivo. Ni fui menemista. Y vos le votaste todas las leyes, Patricia Bullrich Luro Pueyrredón.
–Los dirigentes sindicales lo que hacen desde hace 30 años es llenarse los bolsillos. Hablemos en serio. Yo siempre los enfrenté.
–No te hagás la patriota, Patricia. Si acá nos conocemos todos.
La «Piba», como despectivamente le decían los sindicalistas, estaba por pasar a la posteridad a raíz de una medida conmocionante: el recorte del 13 por ciento a los sueldos de estatales y jubilados.
–Es muy doloroso. Pero no hay otra salida –esgrimió, mientras engullía un bocado de tartare de salmón en el programa de Mirtha Legrand.
Los otros invitados se esforzaban en no mirarla.
Ese verano ella fue –para bien o para mal– la figura del momento.
Para calibrar su influencia sobre el Presidente basta una postal.
Ya el 17 de marzo de 2001 la gobernabilidad crujía. De la Rúa acababa de anunciar que el ajuste exigido por el FMI se concentraría en la Educación. Y la Alianza se quebraba con el retiro del FREPASO.
En tamañas circunstancias, Federico Storani fue al despacho principal de la Casa Rosada a presentar su renuncia como ministro del Interior.
Allí Bullrich departía con De la Rúa. Y sin intención de retirarse.
–¿Qué desea, Federico? –preguntó el mandatario, a sabiendas de que la prensa ya había difundido su intención de dar un paso al costado.
La «Piba» seguía sin moverse. Y Storani tuvo que decir:
–Quisiera hablar a solas, Presidente.
Recién entonces ella salió. Y de mala gana.
Al finalizar octubre de 2001, De la Rúa necesitaba del peronismo y la CGT para seguir respirando. La variable de «ajuste» fue la propia «Piba».
Entonces, a modo de indemnización, le fue concedido un consulado de cabotaje: el irrelevante Ministerio de Seguridad Social.
Dos semanas después presentó su dimisión.
Los camarógrafos y reporteros gráficos apostados en la puerta de la sede ministerial inmortalizaron su salida, muy ofuscada. Vestía la campera de cuero azul sobre la que tantas chanzas hicieron los muchachos de la CGT
Tras sólo 13 meses en el cargo, dejaba un récord difícil de batir: 750 mil empleos perdidos y un aumento de seis puntos en el índice de desocupación.
Su incidencia en los hechos que se avecinaban resulta indiscutible. Todo estalló seis semanas después.
En el atardecer del 21 de diciembre, De la Rúa huía de la Casa Rosada en helicóptero. Nunca más volvió a la política.
A Patricia Bullrich también la alcanzaron las radiaciones de la Historia. Y su horizonte quedó encapotado.
Fue para ella, en más de un sentido, el fin de una época.
Apenas 50 días después, un sujeto obeso frenaba de golpe un BMW, en doble fila, ante la Clínica San Lucas, de San Isidro. Y bajó de la cabina con el cuerpo doblado de dolor.
Ese domingo los médicos le diagnosticaron una perforación de la aorta abdominal a causa del estrés, la gordura y el colesterol.
Entonces fue sometido de urgencia a una cirugía durante ocho horas. El posoperatorio se fue tornando difícil.
En la mañana del martes una enfermera le cambiaba el suero, cuando abrió los párpados. Y con voz muy baja, le preguntó si sabía quién era él.
La enfermera asintió.
Reconfortado por la respuesta, Rodolfo Galimberti cerró los párpados. Recién en ese instante se sumió en el sopor eterno. Tenía 52 años.
Patricia se enteró de su muerte por TV. «