No está de más evocar una gran imagen de la historia, ocurrida el 24 de marzo de 2004 en un salón del Colegio Militar, al conmemorarse el vigésimo octavo aniversario del golpe de 1976. Fue cuando el jefe del Ejército, teniente general Roberto Bendini –acatando una orden del presidente Néstor Kirchner– subió a una escalerita para descolgar las fotos enmarcadas en dorado de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone.
Sin ocultar su contrariedad, el entonces secretario de la fuerza, general Rodrigo Soloaga, escrutaba la escena desde un rincón. Esa misma tarde pidió su retiro voluntario.
Hace unos días, ya reciclado en presidente de la Comisión de Caballería del Ejército, no vaciló en enviar un saludo «a todos los camaradas privados de su libertad por haber cumplido funciones en una época difícil para el país».
Este titán del eufemismo se refería así a los genocidas condenados por crímenes de lesa humanidad cometidos en la última dictadura.
Lo cierto es que esa frase bastó para que el ministro de Defensa, Jorge Taiana, ordenara la inmediata remoción de Soloaga, dado que sus dichos eran contrarios «a todos los principios democráticos de un Estado de derecho».
Pues bien, en su solidaridad no sólo se encolumnaron los trogloditas de siempre –con Cecilia Pando a la cabeza–, sino también las principales figuras del arco opositor; a saber: Patricia Bullrich (precandidata presidencial y titular del PRO), Miguel Ángel Pichetto (precandidato presidencial por el Peronismo Republicano), Ricardo López Murphy (precandidato a jefe de Gobierno de la Ciudad por Republicanos Unidos), José Luis Espert (líder del sello Avanza la Libertad cuyo ingreso al PRO está en tratativas), Victoria Villarroel (diputada por La Libertad Avanza, cuyo líder es el candidato presidencial Javier Milei) y Eugenio Burzaco (ministro Seguridad porteño y hombre de confianza del otro precandidato presidencial del PRO, Horacio Rodríguez Larreta).
En este punto bien vale resaltar las palabras de Burzaco al respecto: «El kirchnerismo debe dejar de armar listas negras y perseguir personas por pensar distinto. El 10 de diciembre comenzaremos a cambiar esta realidad».
Ya se sabe que ese hombre disciplinado y obediente no pronunciaría ni una sílaba sin la orden expresa de Larreta. ¿Acaso entonces éste, en el caso de llegar al Sillón de Rivadavia, vislumbra un final abrupto e inexorable para las políticas de Verdad, Memoria y Justicia?
De ser así, la «paloma» del PRO comparte ese sueño con los «halcones» de ese mismo espacio, entre otros pájaros de cuenta.
Por lo pronto, de la boca de Burzaco acaba de salir la primera precisión verbal en tal sentido. Notable.
Lo cierto es que se trata de una apuesta temeraria, habida cuenta de los solapados intentos que, entre 2015 y 2019, ensayó el régimen macrista con esa finalidad. Por caso: el beneficio del «dos por uno» para aligerar las condenas a genocidas, que la Corte Suprema –por orden del Poder Ejecutivo– suscribió en mayo de 2017, y que días después tuvo que anular a raíz de las multitudinarias movilizaciones de repudio.
Aún así, quienes anhelan con imponerse al Frente de Todos (FdT) en las próximas elecciones, ya deslizan el negacionismo como política de Estado. Es curioso que lo hicieran siendo tan devotos de las encuestas y los focus groups.
Desde una perspectiva más totalizadora, no está de más comparar –por ejemplo– la conducta de la sociedad chilena con la argentina una vez que sus respectivas dictaduras quedaron atrás.
En el país trasandino, el consenso social del pinochetismo –tras 17 años en el poder– no era menor. De manera que, a partir de 1990, la transición del presidente Patricio Aylwin –y los gobiernos posteriores– no sólo conservaron la Constitución del régimen militar (hecha a la medida de su proyecto de país) y las llamadas «leyes antiterroristas» sino que lo tuvieron al mismísimo Pinochet como comandante en jefe del Ejército hasta 1998 y, a partir de ese año, como senador vitalicio, al igual que otros jerarcas castrenses. Recién hace unos 10 años comenzaron allí a ser juzgados algunos represores, pero con leyes muy benignas, que establecen condenas leves y a cumplirse en cárceles de lujo. Tal suma de circunstancias hace que el negacionismo sea digerido por los chilenos con suma naturalidad.
En Argentina esto último fue diametralmente opuesto. Herida de muerte por la derrota en Malvinas, la dictadura buscó una salida a las apuradas, en un contexto social de rechazo hacia todo lo que fuera verde oliva. Así es que no había lugar para los negacionistas, aunque existieran, pero se mantenían en silencio o expresaban sus pareceres en voz muy baja. Por ello tuvieron que inventar la denominada Teoría de los Dos Demonios, un artificio –dicho sea de paso– con impronta radical, que reconocía el genocidio, pero situándolo en medio de una «guerra sucia» contra un enemigo invisible. El resto, debates matemáticos tan simples como idiotas, tendientes a reducir el número de víctimas como si eso mitigara el carácter criminal de sus hacedores. No obstante, en un camino plagado de obstáculos complejos –léase Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, junto a los indultos menemistas–, la lucha de las Madres, de las Abuelas y del resto de los organismos de Derechos Humanos ganó la partida.
Ahora la derecha –con la excusa del affaire Soloaga– acaba de incluir el negacionismo en su menú electoral, oficializando así su deseo de revancha. «