El fallo de la Corte Suprema en el caso «Luis Muiña», que resolvió sobre delitos de lesa humanidad como si fueran delitos ordinarios aplicándole a un represor el beneficio del 2×1, amenaza con ser el principio del fin de una política de Estado que, desde el Nunca Más a la derogación de las leyes del perdón, comprometía a los tres poderes en la sanción de los responsables militares y civiles del mayor genocidio argentino del siglo XX.
El fallo no es el resultado del cambio de enfoque jurídico en un caso en particular, aunque eso diga la jurisprudencia. Su implicancia es más profunda, de carácter político fundante y de impacto general. Es un fallo producido por una nueva mayoría automática en el máximo tribunal, que cuenta con dos jueces designados a instancias del macrismo Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz y una tercera Elena Highton de Nolasco, que dejó de votar como votaba, quizá para mantener su cargo más allá del límite constitucional de los 75 años.
Y es de carácter político y de impacto general, porque viene a decirle al conjunto de la sociedad en formato de sentencia que el poder inaugurado en diciembre de 2015 no acepta lo actuado contra la impunidad desde 1983, sino que avanza en la reapertura de un debate sobre el pasado trágico en beneficio de los victimarios.
Fruto de un innegable clima de época, donde los discursos en clave negacionista ganaron una predominancia en la esfera pública como no se veía desde la transición de la dictadura cívico-militar, la resolución cortesana propone un macabro atajo que vuelve a poner en situación de igualdad al torturador y al torturado, al violador y al violado, al apropiador y al hijo apropiado. Y hasta podría decirse que al desaparecedor y al desaparecido, si es que los desaparecidos pudieran salir del lugar innominado en que se encuentran y lograran caminar por las calles libremente, como ya están reclamando los abogados de los genocidas para sus defendidos tras el fallo.
Nada tiene que ver el azar con esto. No son errores, ni excesos, ni casualidades. Ni el producto de la benignidad del sistema procesal penal. Este fallo es el punto más alto, hasta el momento, de una política diseñada y ejecutada por los socios civiles de Videla & Martínez de Hoz que hoy se pavonean por los despachos oficiales, y van al rescate de sus grupos de tareas, de sus matones, de un ejército que consideran propio.
La secuencia es indesmentible. Todo comenzó con el entonces candidato Macri, cuando llamó a acabar con «el curro de los Derechos Humanos» y las voces condenatorias que salieron a cruzarlo solo fueron las de los organismos de Derechos Humanos, con el apoyo del kirchnerismo y de cierta izquierda, aunque esta, siempre con reparos.
Se siguió incubando durante meses con la discusión perversa sobre la cantidad de víctimas provocadas por el terrorismo de Estado, mientras el opo-oficialismo miraba el espectáculo del fiscal Marijuan con excavadores buscando la fortuna enterrada de Lázaro Báez en algún lugar del sur.
Se alimentó con las editoriales del diario La Nación (diario oficialista del genocidio, como Clarín, siempre es bueno recordarlo para resguardar la memoria completa) que hablaban de los genocidas como abuelos injustamente condenados, víctimas de un solo demonio, mientras los funcionarios oficiales recibían a los familiares de los represores detenidos en sus despachos.
En estos términos se discutía en el prime time de la TV, en las radios de mayor audiencia, en los diarios de mayor circulación. Porque y esto lo saben todos los periodistas, mientras Garavano y Abruj recibían a los consternados familiares de los dueños de la picana, el submarino seco y los cuerpos arrojados al Río de la Plata, la Secretaría de Medios hacía lo propio con grupos comunicacionales y periodistas amigables hambrientos de pauta oficial, canjeable por opiniones contra CFK. Es verdad: nunca les pidieron que hablaran bien de los represores. Eso solo lo hacen los militantes, que los tienen. Es un plus. A los otros les pedían que hablaran (mal) de CFK. O del kirchnerismo. O de la letra K. O de Justicia Legítima. O de Alejandra Gils Carbó. Con eso bastaba para tapar el fondo que, ahora vemos, era gravísimo.
Decíamos, la saga sigue con el nombramiento por decretos de necesidad y urgencia (hecho inédito) de dos jueces (Rosatti y Rosenkrantz) en el máximo tribunal que habían sido impugnados por los organismos de Derechos Humanos. Y esto merece un párrafo aparte: hubo una mayoría de senadores que luego validó esos decretos. Muchos, del Frente para la Victoria, no todos. Ellos son corresponsables. ¿Por qué habrían de contradecir, si no, a los organismos que fueron puntales de su gobierno, el de CFK, que era de ellos también? El macrismo les pidió que lo hicieran, y fue para esto, no pudieron ignorarlo: para que tuvieran una mayoría automática propia. Los «dadores de gobernabilidad» son, aunque disimulen, coautores del fallo vergonzoso de esta Corte.
Esta resolución cortesana no sería tan grave si no hubiera, además, un fallo anterior que la protege de cuestionamientos internacionales. La que desconoció a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) como tribunal de revisión de lo que decida el Poder Judicial argentino. Todo demuestra que el «2×1» estaba fríamente calculado.
El llamado del clero nacional a la reconciliación de represores y víctimas de la represión tampoco es antojadizo. Es un baño de comprensión espiritual a las señas del nuevo poder macrista. Que avanzó a velocidad inusual, hay que decirlo, porque hasta no hace mucho pedían estos mismos representantes del clero por debajo, sin estridencias que se les concediera a los represores la prisión domicilaria (como Casación resolvió con Echetcolatz). Ahora, con el «fallo Muiña», Astiz, el Tigre Acosta, Gallo y Donda, entre otros, van directamente por la libertad.
Esos nombres marcan el terrible retroceso que estamos viviendo, no solo en materia de Derechos Humanos, sino en términos de república democrática. La ley de la selva vuelve, avalada una vez más por los poderes del Estado. Habrá que cuidarse de ser disidente, antes «extremista», ahora «fanático kirchnerista». Las víctimas están señaladas. Y el terrorismo de Estado volvió a tener quién lo defienda: el propio Estado, bajo la administración Macri. No todo era lo mismo.
Hoy tenemos una Corte que no está preocupada por la libertad de una presa política como la dirigente social kirchnerista Milagro Sala, sino por liberar a los genocidas que diezmaron a una generación completa de argentinos.
Como se ve, el clima de época no es un asunto de meteorología: hay una decisión de un gobierno de derecha, apoyado por los medios de comunicación de la derecha, con un poder judicial subordinado a los intereses de la derecha y con el aval del clero de derecha, que construye un país a la medida de sus intereses. De derecha. Que actúan para no ser juzgados por los crímenes del pasado que permitieron, avalaron u ordenaron. Casi podría decirse que el fallo de la Corte es en defensa propia.
Que nadie se haga el desentendido. El fallo es una declaración de guerra. Al Nunca Más, a la justicia, a la convivencia democrática, al sentido mínimo común de legalidad compartida y a la libertad sin miedos.
Porque el beneficio a los terroristas de Estado no es un premio. Es un aval indirecto para que vuelvan a hacer lo que hicieron.
Provocar terror para que nadie proteste, discuta, discrepe, desafíe, al fin de cuentas, para que nadie se sienta ciudadano, sino potencial víctima de poderes que son más fuertes que la democracia misma.
Así de graves son las consecuencias del fallo de la Corte macrista & sus asociados. «