Administrar con eficacia (obtención del resultado esperado) y eficiencia (obtención de un resultado con el menor gasto posible) es la primera lección de cualquier curso de Administración. Estos términos han regresado a las oficinas públicas, por lo que vale la pena interpelar su significado, en apariencia universal.
En los años ’90, la corriente conocida como Nueva Gerencia Pública impuso estos conceptos en el sector estatal, asociándolos a estructuras mínimas y gastos muy controlados. Los organismos se propusieron entonces certificar sus procesos según las normas ISO, emulando a las empresas que buscaban adaptarse a nuevos modos de producción.
El Instituto Argentino de Normalización y Certificación, conocido por su sigla IRAM, se encarga de certificar procesos según estándares internacionales. Esta asociación civil nos representa ante organizaciones como la International Organization for Standardization (ISO), que da el nombre a las normas de calidad más difundidas. Un decreto del Poder Ejecutivo de 1994 validó este rol, mientras se recomendaba la normalización de procesos y la conformación de «círculos de calidad» en oficinas públicas. Las consultorías se multiplicaron en organismos y poderes del Estado, con un costo significativo en honorarios profesionales y pagos a las certificadoras.
A partir de 2004, la certificación de procesos públicos pasó a un plano secundario. Con el regreso de la política y su voluntad transformadora, el gobierno fijó prioridades en materia económica y social que interpelaron las definiciones de eficacia, eficiencia y buena administración.
Gobernar no es administrar. Es una tarea mucho más compleja. Para llegar a lo que se proponen, los gobiernos deben orientarse por criterios muy diferentes a los que aplica el sector privado. Durante el gobierno anterior, las políticas de ampliación de derechos y los programas orientados al consumo interno debieron lidiar con dificultades para alcanzar lo que podríamos denominar eficacia pública: los resultados se obtienen gradualmente y por un conjunto de decisiones que deben esperar su oportunidad, en un campo minado por intereses encontrados. Estos programas masivos obligaron a la construcción y actualización de grandes sistemas de información, entre los que se destaca el Sistema de Identificación Nacional Tributario y Social (SINTyS). En este escenario, si alguna pensión o asignación llega a quien no debe llegar, esto es preferible a renunciar a la cobertura universal. En todo caso, los monitoreos anuales saldan las desviaciones. Este criterio redefine la eficiencia pública.
Con estos criterios, y en un continente signado por la exclusión, los Estados garantizaron un piso de derechos sin que esto supusiera una contraprestación. Nadie debía «agarrar la pala» al recibir la Asignación Universal por Hijo o la pensión por discapacidad. Estos programas sociales son eficaces porque materializan un precepto constitucional, y son eficientes porque logran resultados de bienestar en plazos más breves y para más personas que un capitalismo que nunca aprende.
En este contexto, tomar la información del SINTyS para recortar pensiones en nombre de una racionalización del gasto es, antes que una virtud técnica, una posición ante la vida. Concluir que una niña con hemiplejía no tiene derecho a una pensión porque pertenece a una familia propietaria de un vehículo, ofende a la inteligencia. Debatir el porcentaje de discapacidad que supone el síndrome de Down es, directamente, un insulto.
Prefiero nuestras equivocaciones. Nuestras ineficacias e ineficiencias. Seguramente no ganemos ningún Premio a la Calidad, ninguna consultora aprobará nuestros procesos, pero nuestra gente sentirá que está adentro, abrigada por el Estado.
Y si vamos a certificar normas de calidad, que sean las nuestras, las que podemos pensar como Pueblo, las que hacen realidad (pido disculpas por la digresión) la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación. «