La grieta» sigue siendo una operación cultural efectiva para la sobrevida de los intelectuales con soporte mediático que la inventaron como excusa para aislar al kirchnerismo y sus referentes del universo de visiones habilitadas para describir lo que sucede en la Argentina y el mundo.
Esa nueva zanja de Alsina que trazaron rige buena parte del actual sistema cultural, con ideas y conductas oficializadas, e irradia hacia el conjunto de las dirigencias que terminan subordinadas a un sentido común premiado; a la vez que estigmatiza por «locas», «controversiales», «sectarias», «soberbias» e «irritantes» a las miradas o perspectivas que lo cuestionan o, simplemente, lo contradicen.
De un lado de «la grieta», entonces, se ubican los portadores de un pensamiento aceptable y saludable; y del otro, los que encarnan el repudiable y enfermizo. Lo razonable frente a lo irracional, lo deseable frente a lo indeseable, lo práctico frente a lo complejo, lo admitido frente a lo inadmisible.
A grandes trazos, con todos los matices que se quieran adjudicar al análisis, entre los primeros se inscriben aquellos que achacan buena parte de los males al «populismo», los que reducen los últimos 12 años de políticas públicas a dos o tres artículos del Código Penal, los que bregan por devolverle el manejo de la economía y de la gestión pública al «saber técnico» supuestamente incontaminado de política, los que asumen que hubo «un exceso de confrontación» en la vida pública reciente, en definitiva, a todos los que abonan un nuevo paradigma supuestamente moderno, descafeinado y consensual que conjuga volátiles y alegres promesas de mejoras con el escepticismo del todo no se va a poder, nunca.
En el lado opuesto vendrían a estar los que rescatan a viva voz la experiencia de tres gobiernos democráticos sucesivos, con importantes logros en materia social y económica después del derrumbe del 2001, la política como herramienta de transformación, el Estado como articulador de las demandas y necesidades ciudadanas, las grandes movilizaciones, el rescate de las tradiciones nacionales y populares, y la reivindicación de las actitudes desafiantes ante los grupos fácticos de poder que atenazan las posibilidades colectivas, en resumen, gente que quiere que lo deseable se produzca, haciendo todo lo que deba hacerse para concretarlo, también en el marco de la democracia.
La impresionante maquinaria mediática y propagandística de la que goza en su favor el campo del «cambio» hace suponer que los primeros son una infinita mayoría y los segundos una minoría, molesta y vocinglera, que merece ser desterrada a una especie de Siberia, alejada de las discusiones del presente.
Cuando se analizan los discursos habilitados desde la TV, la radio y los diarios oficialistas, es decir, la gran mayoría, no escapa a la mirada más o menos crítica, que el kirchnerismo hoy intenta ser sometido a una suerte de exilio interno, donde sus perspectivas, saberes y experiencias sean reducidas a la nada. O, peor aun, a las crónicas insalubres donde conviven hechos y personajes abominables, sin que haya hasta el momento una reacción que advierta que esta infame persecución, estimulada desde el Estado macrista e instrumentada por sus funcionarios y sus tanques mediáticos, es una de las formas de la violencia simbólica que nuestro país ya conoció y derivó en proscripciones, tragedias, represiones y desapariciones.
En este contexto, que un grupo de intelectuales haya levantado su voz para objetar que dos universidades nacionales, la de Quilmes y la de Avellaneda en el marco de sus autonomías, le otorguen doctorados honoris causa a la expresidenta Cristina Kirchner, porque durante su gestión no quedó ninguna provincia sin casa de altos estudios por inaugurar un logro de gestión del que otros mandatarios se han privado por voluntad propia, no sólo es un éxito de «la grieta», de los que viven de ella y de las operaciones oficiales destinadas a perpetuarla, sino un ejemplo claro del grado de despreocupación de pensadores como Roberto Gargarella, Alejandro Katz, Beatriz Sarlo, Maristella Svampa, Rubén Lo Vuolo, Pablo Alabarces, Daniel Muchnick, José Nun, entre otros, por los asuntos del presente y sus dramáticos ribetes, incubados al calor del revanchismo y la demonización del último año, problemas sobre los que no se conocen sus opiniones.
Entrevistada en el programa Código Político, de TN, la propia Sarlo se quejó porque ella no es doctora («cuando teníamos la edad de hacer el doctorado la dictadura nos prohibió entrar a la universidad») y la UBA todavía no le concedió tal honor («es la única distinción que recibiría con gusto»), para luego arremeter contra Kirchner: «La señora de Kirchner debería tener en cuenta eso. Honoris Causa no es cualquier cosa, es porque usted lo ha merecido. Por el momento, la señora Cristina ha hecho muchos méritos para sus seguidores, pero méritos para Honoris Causa no hizo, no que lo justifique (
) Es un poco insultante lo que hicieron al unísono dos universidades. Eso, simplemente.»
Preguntarle a Sarlo por qué no cursó un doctorado en los 33 años posteriores al fin de la dictadura sería desconocer su trayectoria académica, algo que según su testimonio podría estar haciendo la UBA y no el kirchnerismo como espacio político. Sobre los méritos, como en cualquier evaluación, no corresponde al postulante o examinado decidir sobre su genialidad, aunque la tenga en volumen excepcional, como Sarlo: para eso existen los que evalúan. Sarlo mezcla cosas que no merecen ser mezcladas. No en la prédica, al menos, de alguien con su capacidad: su disgusto por la falta de reconocimiento de sus pares, humano, comprensible, deriva en una crítica furiosa a la autonomía universitaria y a la figura de Cristina Kirchner, de modo menos comprensible.
Las comparaciones siempre son odiosas. Sarlo es Sarlo y Cristina Kirchner es Cristina Kirchner. Una de ellas llegó a la presidencia del país en dos oportunidades, por el voto popular, en elecciones democráticas y sin proscripciones; y tuvo una política educativa superior en calidad e inversión que la que tuvieron sus antecesores en el cargo por la que es ahora reconocida, también, en parte del mundo académico.
De Sarlo todavía se espera que, habiendo sido parte de una generación víctima de la dictadura, como intelectual crítica, independiente y comprometida con la realidad de todos estos años, levante también su voz con energía para alertar al gobierno de Cambiemos sobre las consecuencias de la estigmatización de espacios políticos opositores, independientemente de si son los que sostienen sus propias ideas u otras distintas.
Porque, ¿qué merito tiene sentarse en el set de TN, del grupo comunicacional que ahora se sabe se benefició de Videla con Papel Prensa para criticar a Cristina Kirchner por algo que hizo bien y no a Mauricio Macri que mantiene en vilo a toda la comunidad universitaria con sus recortes presupuestarios y tarifazos?
Es sólo una pregunta, que lleva a otro gran misterio: ¿dónde están los intelectuales críticos que no critican, o se refugian en la crítica al pasado para no tomar la brasa del presente dramático en sus manos?
«La grieta» no es justificación para la inacción. La derecha no viene por el kirchnerismo, solamente. Van también por todos los que crean que pensar vale la pena, aunque se piense distinto.
También por Sarlo y por todos los científicos y académicos, aunque ella no termine de asumirlo, enojada como está porque la UBA no la distingue, como seguro merece. «