Por momentos la tele sale de su rutina de lugares comunes y entrega momentos épicos. Ocurrió esta semana con el nutritivo intercambio entre Dady Brieva y Luis Novaresio. «Ellos se emocionan con ‘Un sol para los Chicos’, pero si pudieran agarrar un camión de contenedores ‘Hugo’ y atravesar a todos los piqueteros, lo harían», planteó Brieva. Y agregó: «Por un lado llevan sopa en la traffic para la gente vulnerable de la calle, o se emocionan con Mayra Arena –una joven de Villa Caracol que se viralizó con su charla TED–. Pero no quieren que esa chica, que todos, salgan de la pobreza».

–El que quiere eso es un hijo de puta –impostó el entrevistador.

–…

El actor endosó la afirmación de Novaresio con un incómodo y contundente silencio.

Es un hecho: Argentina, como buena parte de Occidente, está plagada de «hijos/as de puta» que ejercitan la caridad mientras multiplican la pobreza con acciones y políticas públicas que promueven la exclusión.

La añeja ceremonia de la limosna tuvo noche de gala esta semana en La Rural. El miércoles, acaudalados y celebridades asistieron a la «cena solidaria» de la fundación de Margarita Barrientos, la asistente social favorita del PRO. El evento contó con la presencia de Maurcio Macri, recién llegado de la visita a su casa matriz, donde entregó la llave de la economía argentina al FMI.

La presencia del presidente graficó el halo cínico que sobrevuela esas veladas «solidarias»: las consecuencias de la profundización del ajuste que dispuso el Fondo potenciará las penurias económicas que pueblan los comedores de Barrientos.

Hasta el propio presidente reconoció que viene más miseria y recesión. Sin embargo, eso no lo privó de brindar junto a Mirtha Legrand, Vicky Xipolitakis, Alfredo Leuco y otro centenar de ricos y famosos por el «éxito» del emprendimiento de Barrientos. Que consiste, precisamente, en capear el hambre de los hambreados por el sistema que esponsoreó la gala.

Una tarea encomiable, sin dudas, pero: ¿cuánto de eso podría resolver el Estado si personas como Macri –y varios de los presentes– no hubieran ocultado sus fortunas en paraísos fiscales? ¿Cuántos pibes iniciarían ya mismo su movilidad social ascendente si el gobierno dispusiera que los recursos asignados a saldar ganancias de la timba financiera se destinaran a pagar salarios dignos a los docentes, planes de vivienda o programas de salud? ¿Cuánto demoraría la «recuperación» de la Argentina si el Estado capturase renta extraordinaria para fundar emprendimientos sociales productivos e impulsara desarrollos tecnológicos y científicos en Invap y Conicet, en lugar de vaciarlos?

Parecen interrogantes sacrílegos, pero no lo son: en los países nórdicos –por no sacar los pies del capitalismo–, la intervención del Estado logró procesos acelerados de crecimiento con equidad social. Las comparaciones, es cierto, son odiosas –somos pueblos distintos–, pero sirven como parámetro de lo que ocurre cuando las sociedades dejan de romantizar la pobreza y erradican el origen de todos los males sociales: la desigualdad.

No parece un programa que vaya a ser ejecutado, precisamente, por los principales beneficiarios de la inequidad. «