Debemos entender la gravedad del momento que vivimos y la necesidad de cuidarnos”, dijo ayer Alberto Fernández, aislado tras su positivo. Daniel Gollán había asegurado que transitamos un momento “más duro que el de la primera hora”. Nicolás Kreplak, sentenció: “En cuatro días se reprodujo el crecimiento de cuatro semanas (del verano)”. Mensajes incontrastables. No requieren más ratificaciones sobre el tránsito por la segunda ola. Ni la sensación generalizada de balas que pican cerca, que todos tenemos familiares o conocidos, infectados o muertos. Ni la certeza de los nuevos 10.384 positivos, un sábado, tras dos feriados.
Tampoco las dramáticas como realistas apelaciones al desempleo, pobreza, inflación, inobjetables realidades, producto de ambas pandemias, la política y la sanitaria. El presidente volvió a remarcar que su “única preocupación es cuidar la salud de los argentinos”. Nunca será en balde que refuerce la postura de que prima la salud y la vida sobre la economía.
Aunque también asegura: “Uno llama a la disciplina social pero parte de la sociedad no lo escucha”. No hay que dejarla pasar. Es una afirmación severa. No es momento ni lugar para discurrir sobre el poder real. Sí para ocuparse de si la fuerza del gobierno es suficientemente sólida para marcar agenda sin necesidad de recular (recordemos Vicentin), o bien para ejecutar nada sencillas medidas sanitarias restrictivas, que inexorablemente requerirán un esfuerzo económico. “Debemos hacer algo, los datos dan cuenta que lo que está pasando no es bueno”. Por supuesto. Sin tibiezas. Ya el esfuerzo por conseguir vacunas es ciclópeo: se reconoce y se valora con creces. Es la gran apuesta del gobierno. Pero parece no alcanzar, ahora que la pandemia se descontrola.
Europa no siempre es ejemplo a considerar, aunque en este caso no esté mal observar cómo, con cierres y aperturas parciales, controlan las olas recurrentes. Acá ya estamos en la segunda y si bien las muertes no crecen a la par de los contagios, los augurios de voces calificadas no son alentadores. Tantas veces se juró y luego se abjuró que, si era menester, sin empacho se retrocedería en las aperturas.
Probablemente no haya que tener tanto remilgo para solicitar que un gobierno fuerte se haga valer, como bien lo hizo al principio de la pandemia (y en otras decisiones eminentemente políticas), e imponga restricciones que eviten el descontrol. Por caso, evitar que tanto tilingo con plata se vaya de vacaciones justo ahora, sin medir el riesgo de importar cepas supercruentas. Según una encuesta, un 40% reclama (aprobaría, claro) medidas más estrictas: no sorprende, es ese voto, ese afecto, esa adhesión que es patrimonio vital del gobierno y que se refleja en el anhelo por disposiciones fuertes, concretas, desafiantes, si no revolucionarias al menos renovadoras.
Que reclama para estas horas por ese Estado presente, protector, decidido. No solo el que cierra apenas de 2 a 6 de la madrugada y apela a una responsabilidad social, ausente en la calle, en los transportes, en muchos trabajos, en parte de los colegios, decididamente nula en el descontrol de las reuniones sociales, privadas y no tanto. Aunque, claro, todos estamos hartos. Pero muchos sigamos pensamos en el otro. «