Se dice con frecuencia que “el peronismo es un sentimiento”, y en esa definición se nos aparecen rápidamente las imágenes de Eva Duarte de Perón. Evita, devenida en mito contemporáneo, se nos presenta como un catálogo de emociones: sensibilidad, compasión, ira, compromiso, entusiasmo, firmeza, ternura, derrota, ilusión, sufrimiento. De su legado, que nos llega en forma de fotos, discursos o videos, es difícil encontrar alguna pieza que no responda alguna de las etiquetas anteriores. Tal vez las hubo, pero la historia prefirió dejarlas en el camino. Comparemos todo eso con las imágenes de los hombres de Estado de su época, que intentaban personificar lo institucional desde la inexpresividad. Evita, de profesión actriz, especialista en recursos corporales y emocionales, fue lo contrario y fue una pionera universal en la política del sentimiento.
Juan Perón tomó una decisión al amarla y formar una pareja con ella. No era, por así decirlo, la mujer más conveniente para un gobernante: mucho más joven, actriz en ciernes, de origen humilde. Todo eso le dio mucha más autenticidad a la relación a los ojos del público. Fue, también, la relación de la vida política de Perón: entre 1944 y 1952 transcurrieron los mejores años de Perón.
Un aspecto interesante del recorrido de Eva fue la forma en que su política del sentimiento se convirtió en un proyecto político y gubernamental. Según el relato oficial, una vez casados –cinco días después del 17 de Octubre– ella se comprometió con la actividad política de Perón haciéndose cargo de toda una agenda de actividades que él, ya presidenciable, no podía seguir realizando. A partir de noviembre de 1943 Perón “tejió” una relación con el futuro pueblo peronista en maratónicas jornadas de reuniones en su escritorio de la Secretaría de Trabajo y Previsión; dos años después fue Eva la que comenzó a recibir a los sindicalistas, trabajadores y dirigentes del nuevo movimiento. Esos múltiples contactos interpersonales fueron la Fundación Eva Perón, el Partido Peronista Femenino y ese rol político informal que ejerció, póstumamente intitulado como “jefatura espiritual”. Juan Perón fue el fundador y denominador del peronismo, su artífice principal y protagonista central, sin demasiada inclinación por formar herederos y sucesores. Al final, como dijo claramente, su único heredero fue el pueblo. Sin embargo, una parte de su creación política fue legada, en vida, a Eva. Ella fue una suerte de superministra de la justicia social, una de las tres patas de la mesa peronista. Las otras dos, recordemos, eran la soberanía política y la independencia económica: la construcción del Estado argentino, todavía un ideal incompleto a mediados del siglo veinte.
La justicia social, en la concepción del justicialismo clásico, no era solamente un asunto del Estado. El Estado era medular, sin dudas: ponía las reglas y recolectaba los recursos. Pero en la instrumentación participaban también las “organizaciones libres del pueblo”, que incluían –naturalmente– a los sindicatos. Que Eva Perón tuviese un pie dentro del gobierno y otro fuera de él respondía a un modelo político y social que probablemente se construyó sobre la marcha.
Y Eva, como heredera en vida del espíritu peronista de la justicia social, se convirtió en su símbolo después de su muerte prematura. Y ese símbolo fue adquiriendo una potencia tal vez superior a la del propio Perón. Al ser la justicia social una cuestión relativamente consensuada por el bipartidismo peronista-radical, y al haber fallecido antes de la avanzada del antiperonismo, la figura de Eva quedó al margen de algunas controversias de la historia posterior. Aunque ciertas expresiones más antiperonistas la demonizaron con furia, y hasta profanaron su cadáver, también es cierto que dirigentes de la izquierda peronista y no peronista post 1955, y de las más diversas extracciones partidarias, se han sentido más cómodos con Eva que con Perón, quien quedó imputado de las peores acusaciones que se le hicieron al peronismo. Hasta Lilita Carrió se declaró, en alguna oportunidad, como fan de Evita. No casualmente, algunas aristas del evitismo, como la sensibilidad social de los militantes y la política del sentimiento, caracterizan más adecuadamente al peronismo del siglo XXI que el propio Perón.
Por otra parte, y haciendo una interpretación libre de la historia, esa prevalencia del evitismo –es decir, de lo que el símbolo de Eva representa, más allá de su trayectoria real y leal a Perón– puede verse también como un síntoma de las dificultades del justicialismo contemporáneo. La agenda económica, política e internacional del peronismo clásico era más ambiciosa que la del actual. El peronismo del siglo XXI está restringido por una crisis permanente que le impide desarrollar programas de crecimiento económico sostenido, y en ese contexto la agenda social de compensaciones a los que más sufren es dominante. Menos mal que el símbolo de Evita está profundamente instalado en la sociedad y la política argentinas, y que esa agenda existe, porque pone una malla de contención a los problemas de la pobreza y la marginalidad estructural. Pero el peronismo era más que eso, y debe reencontrar las agendas perdidas en el camino.