Sólo un gobierno débil, que sintió el impacto del reciente cacerolazo multisectorial en rechazo a sus políticas, puede hacer de la sátira del presidente en ShowMatch una cuestión de Estado.
Mauricio Macri se mete con el humor de la pantalla porque el malhumor que crece en las calles es de su propia autoría, aunque tozudamente su única reacción a la impopularidad en aumento de su gobierno haya sido la de citar a Marcelo Tinelli para reprocharle su parodia y pedirle que la suavice.
El presidente no le pidió la renuncia a Juan José Aranguren por las consecuencias del tarifazo, una salida oxigenante al descalabro que transita desde una lógica más o menos sensata. Nada de eso: se puso a jugar por la red Snapchat con el conductor de Canal 13, durante la siesta.
Porque se puede ser débil, pero también banal.
Eso no es todo. Macri, como todo gobernante de sesgo autoritario, se siente agobiado por los fantasmas del descontrol. No le resultó indiferente la protesta. Se habrá preguntado qué pasó. Por qué, esta vez, no funcionó el blindaje mediático tradicional, que actúa como justificador serial de su ajuste. La reacción fue pasar de modo intempestivo las bases de datos de la ANSES a la Secretaría de Comunicación Pública. E inaugurar así la etapa Gran Hermano de su gestión. Dejar los diarios, las radios y la TV para personalizar la propaganda gubernamental. Para eso las bases, donde están actualizados hasta los correos electrónicos de 30 millones de personas. Los nuevos softwares permiten el entrecruzamiento de metadatos que desnudan la intimidad y las preferencias de los individuos, también las políticas, como nunca antes en la historia. Esta información es la que quiere Macri para crear un sistema que manipule eficazmente el humor social desde «las redes». Con algo parecido al espionaje policial.
Por contraste, habrá que reconocerle a Cristina Kirchner, que sí se peleó con el sistema oligopolizado de la comunicación y no contó con su apoyatura, que las cadenas nacionales para hablarle a la sociedad no sólo eran legales, sino que tampoco violaban la Constitución Nacional, ni la privacidad de la ciudadanía.
En Balcarce 50 están convencidísimos de que no le deben nada a Clarín y al grupo Vila-Manzano por el resultado del balotaje. O que, si en algo contribuyeron, ya se les pagó suficiente con el desguace de la Ley de Medios y la derogación de su articulado antimonopólico. Hasta el día de hoy los funcionarios macristas siguen creyendo que «las redes» fueron las grandes protagonistas del triunfo de Cambiemos. Repiten que cualquier reacción del presidente en Twitter, por ejemplo, llega instantáneamente a millones de seguidores, y que esa receptividad supera la suma de todos los lectores de diarios y las audiencias radiales y televisivas existentes en el país.
Puede que haya algo de cierto en eso, aunque en el análisis se mezclen peras con bananas. No es lo mismo un receptor pasivo, que se limite a retuitear o a festejar descomprometidamente desde un comentario presidencial hasta la campaña de una cadena de hamburguesas o el triunfo de su club de fútbol, que audiencias demandantes de información y soluciones a sus problemas. Las redes ocupan hoy, inobjetablemente, un lugar relevante en la vida de todos, pero no son ni por asomo la totalidad o el resumen del Ágora pública. El sistema tradicional de medios y su penetración sigue vigente, sobre todo en escenarios de concentración como los actuales, que los han empoderado todavía más de lo que estaban hace ocho meses. Gracias a Macri.
Pero el oficialismo insiste: «Con Twitter, con Snapchat, con Facebook, con Instagram, no nos hacen falta los Magnetto y los Vila-Manzano. Ya lo comprobamos en la campaña.» La expresión denota cierto entusiasmo adolescente por la novedad tecnológica y una lectura política autocelebratoria rayana en la tontería, como mínimo, de lo ocurrido en las últimas elecciones.
Porque es altamente probable que «las redes», accesibles desde un teléfono o una tablet, hayan cumplido su cometido de llegar con el mensaje macrista a lugares recónditos para el circuito tradicional de medios gráficos y audiovisuales. Pero fueron Clarín, La Nación, América TV, sus radios y cientos de licencias operando en conjunto los verdaderos fabricantes de contenidos macristas a través de sus editorialistas, sus columnistas y sus conductores durante años. Una cosa son las redes que viralizan hacia el infinito ciberespacial; otra distinta los que generan aquello que hay que viralizar y crean condiciones, contextos de significado, para que ese mensaje sea creíble y oportuno. En síntesis, eficaz.
La línea editorial, hay que asumirlo, no la puso Macri, un ingeniero balbuceante que llegó a presidente sin saber muy bien la diferencia entre administrar un club de fútbol, una ciudad rica o un país complejo y difícil como la Argentina, tal como se advierte según los desaguisados actuales. El universo de relatos y símbolos que hicieron presidenciable al macrismo, del mismo modo que demonizaba al kirchnerismo, le corresponde al sistema concentrado donde Magnetto manda, con dosis idénticas de creatividad, astucia y malicia, con el suficiente poder para coordinar contenidos y unificar agendas desde Tierra del Fuego a La Quiaca.
Hasta el propio Ricardo Kirchbaum, editor general de Clarín, se los recordó esta semana. Tal vez herido por el desaire gubernamental y aburrido por su cantinela de «las redes». Fue su diario el que comenzó a asociar el escándalo de los datos de Anses con el Gran Hermano de Orwell. No es un detalle menor: Clarín le dice a Macri que lo que hace es peligroso. Para su sociedad. Por lo bajo, en verdad, el macrismo acusa a Clarin de no poder gobernar el humor social, valor que el propio grupo incluye entre sus activos fundamentales para negociar y subordinar a las administraciones políticas. Lo de Kirchbaum fue, apenas, una devolución de gentilezas, que azarosamente o no se complementó con la denuncia de Cristina Kirchner sobre la inauguración de un Estado policial, como el que denunciaba Orwell.
La caída en la imagen, la sorpresiva contundencia del ruidazo, la sensación de deriva que envuelve a la ciudadanía, el «segundo semestre» que nunca llegó, la lluvia de inversiones que no se produjo, la recesión con inflación, las críticas que comienzan a aparecer entre opinadores que el gobierno consideraba «tropa propia» hasta no hace mucho, todo demuestra que el país no es el de enero, ni el macrismo tampoco.
Están «las redes», existe la realidad mediatizada y también existen los hechos, independientemente de las interpretaciones que los convierten en propaganda o noticia.
Son los hechos los que debilitan al presidente. La cartera de Trabajo admitió que en los primeros cinco meses del año se destruyeron 52 mil empleos privados registrado, aunque estimaciones extraoficiales más creíbles hablan de 94.762 cuando se toma en cuenta a los no registrados. A eso debe sumarse una cantidad similar de empleos públicos que ya no existen, entre blanqueados y contratados. Es la peor pérdida en cantidad de puestos de trabajo en 12 años.
Son los hechos, no las redes.
Es el Macri verdadero, no sus imitadores.
Es un proyecto, no un error.
En todo caso, será de terror. «