Estoy en Ginebra, Suiza, en el décimo período de sesiones en Naciones Unidas por un Tratado Vinculante que le ponga un freno a la impunidad de las empresas transnacionales que, a su paso, violan derechos humanos y ambientales, saquean los recursos estratégicos de nuestra tierra y dejan a la deriva a las comunidades locales.

En general, estos espacios institucionales y diplomáticos suelen estar vedados para vecinos de barrios populares, compañeros de los sectores excluidos, de la economía popular, de las comunidades. Nuestros amigos, nuestras vecinas, los pibes del barrio no viajan a Europa. Paradójicamente, es sobre los sectores más postergados de la sociedad sobre quienes impactan las consecuencias de las acciones de las transnacionales. Ayer, mi rol como diputado nacional y hoy como senador provincial me permiten traer esa voz colectiva como parte de la delegación de la Red Interparlamentaria Global (GIN).

Estando en Ginebra, no dejo de pensar en mi sur: los barrios que se inundan porque una inmobiliaria destruyó un humedal, los pibes que se duermen con hambre en un país productor de alimentos, las familias que se quedaron sin nada porque las transnacionales vienen a saquear lo que es nuestro. No pude evitar recordar y recordar que nuestros pueblos cargan con el peso de decisiones que no toman, pero que sufren todos los días.

¿Qué fuimos a decir? Que la historia no puede seguir repitiéndose. Que en Argentina sabemos lo que pasa cuando los gobiernos entreguistas como los de Milei, Macri y Menem les abren las puertas a las empresas transnacionales. Lo vimos en los 90 con la privatización de YPF, cuando las mismas comunidades como de Cutral Có, Tartagal y General Mosconi se tuvieron que levantar para no morir de hambre. Lo vemos ahora en Añelo, en el corazón de Vaca Muerta, donde el fracking se lleva la riqueza y deja crisis habitacionales, falta de infraestructura y contaminación -a unos kilómetros de uno de los gasoductos más grandes del mundo las familias no tienen gas y pasan frío-. Lo vivimos en los salares del norte, donde las comunidades indígenas resisten la explotación del litio, un recurso clave para la transición energética, pero que les roba el agua, la vida y su derecho a la tierra.

Llevamos a Naciones Unidas la voz de quienes no pueden estar acá, pero que enfrentan las consecuencias de un modelo que sólo beneficia a unos pocos. Denunciamos que mientras en Catamarca, Livent subfactura millones de dólares desde 2017, las familias no tienen agua potable. Que mientras somos el segundo país con mayores reservas de litio, apenas percibimos el 1,5% de las ganancias, y lo peor: ese 1,5% es de lo que se declara, porque sabemos que gran parte ni siquiera se registra.

No fuimos a hablar sólo de números, sino de lo que significan esos números en la vida real: más pobreza, más exclusión, más muerte. En Argentina, un millón de pibes se van a dormir sin comer, 10 millones consumen menos carne y lácteos, en un país productor de alimentos. Pero eso no les importa a los que vienen a saquear nuestros recursos, ni a los gobiernos que les ponen la alfombra roja. Hoy el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) es la versión más descarada de esa entrega. Le da más beneficios a las empresas y menos derechos a nuestro pueblo.

En este lugar, donde se discuten tratados y acuerdos, dijimos que el mercado no se regula solo. Que los gobiernos que creen en esa mentira son cómplices del saqueo y del hambre. Que si no avanzamos con un Tratado Vinculante que frene la impunidad de las transnacionales, sólo vamos a tener más miseria, más pobreza, más hambre, más exclusión y más muerte.

Mientras hablaba, pensaba en la gente de mi barrio, en las compañeras que se levantan a las 5 de la mañana para abrir un jardín comunitario, en los pibes que buscan entre la basura algo para llevarse a casa. Pensaba en los rostros que conozco, en las luchas que compartimos todos los días, en la piel dura que nos tocó tener frente a tantas injusticias. Esas imágenes me recordaron por qué estaba ahí: porque esta lucha no es por lo que se pierde en un papel, sino por lo que significa en cada plato vacío, en cada casa que se inunda, en cada derecho arrebatado.

Dijimos con claridad que la historia no está escrita, porque la escribimos los pueblos cuando nos organizamos. Desde nuestros barrios, desde las tierras saqueadas y desde cada rincón del país, seguimos peleando por la soberanía y la dignidad de nuestra gente.