“¿Sabés lo que falta para tocar la patrulla, pendejo?”, grita una mujer policía. La rodean cinco colegas y una decena de pibes arrodillados con la vista clavada en el móvil de la Federal. Están erguidos bajo el sol calcinante del 20 de diciembre de 2001 a la espera de un traslado a la comisaría. Para aliviar el dolor algunos intentan apoyarse en el auto y como respuesta reciben un palazo.
“Fui a rendir Lógica a la escuela y entregué el examen en blanco. La profesora nos pidió que nos concentráramos, pero era imposible. La noche anterior había ido a la Plaza con mi viejo”, recuerda Tomás Richards en ese entonces estudiante del Lenguas Vivas. “A Keith lo hice pasar por mi tío muchas veces”, confiesa. Pero no sería ese falso pariente ligado a la realeza del rock, sino uno mucho más terrenal quien terminaría sacándolo de la comisaría.
Ese 20 de diciembre se había juntado con sus amigos Christian Cudero y Federico Rotstein para ir hacia el centro. Se conocían del barrio y de la escuela, Federico y Tomás eran del Lenguitas y Christian había terminado el año anterior en el Pellegrini y en 2001 había empezado a estudiar periodismo.
No tenían muy claro por qué, pero necesitaban llegar. “Queríamos pisar Plaza de Mayo”, dice Federico. “Yo había visto cómo corrieron a las Madres con los caballos y me pareció que había que estar ahí”, agrega Christian.
Su periplo comenzó en Corrientes y Callao cerca del mediodía. Pasaron por un bar y vieron por televisión la conferencia donde Fernando De la Rúa ratificó el estado de excepción. “Estaba Jorge Dorio tomando un café en medio del Estado de Sitio”, recuerda entre risas Tomás. Cruzaron 9 de Julio y por Diagonal Norte se metieron en el microcentro. “Era un escenario de guerra”, dice Christian. “En la zona de los bancos era un quilombo, te cruzabas con gente haciendo mierda todo, te quedabas un rato, después te corría la policía”, comenta Tomás.
Alguien les recomendó mojar las remeras y colocárselas como máscaras para evitar el efecto de los gases. Hasta que llegó la Montada y una persona les sugirió doblar por Reconquista a Plaza de Mayo. “Ahí nos agarraron”, explica Tomás que aún sospecha que el de la indicación era un policía de civil.
Unos cortos al hígado fueron suficientes para inmovilizar a los jóvenes que tuvieron que acomodarse de rodillas alrededor de un patrullero y de espaldas a la Plaza en la esquina de Rivadavia y Reconquista. “Era todo sonido y nada de imagen”, acota Federico que hoy trabaja en la industria del cine. Sonido, pero también el “perfume” de gases lacrimógenos. En la imagen se ve Federico en cuclillas, mientras que sus amigos tienen las rodillas apoyadas en el piso. Christian sostiene su grabador de periodista en la mano derecha y una remera gris con la izquierda.
No recuerdan cuánto tiempo pasó desde que los detuvieron hasta que los trasladaron, pero a los pocos segundos de ingresar al móvil policial llegó la primera mala noticia. “Frenamos dos veces porque seguían metiendo gente. El último que subió dijo ‘ya me dijeron que en la comisaría nos van a cagar a trompadas’, ahí tuve un poco de miedo”, rememora Federico.
Cuando llegaron a la 2da de Independencia y Tacuarí se encontraron con policías desbordados sin saber muy bien qué hacer con todos los detenidos que ingresaban por decenas.
Tomás tuvo más suerte. Juan, futuro periodista y uno de los amigos que había ido con ellos a la Plaza, había logrado zafar de la detención y fue hasta la casa de los Richards para avisar que su amigo estaba preso. El tío de Tomás trabajaba en la justicia y no dudó. Llamó al Fino Palacios y el efímero jefe de la Metropolitana hizo las gestiones para que lo liberaran. Sin embargo la familia seguía sin noticias de Tomás.
“Mi tío lo volvió a llamar y le dijo que yo seguía detenido. ‘No puede ser, ya liberaron a León Richards’”, respondió Palacios. Veinte años después los tres se preguntan quién habrá sido el afortunado León Richards, pero sobre todo por qué delito habría estado detenido. El controvertido policía recomenzó las gestiones y al rato un comisario preguntó por Tomás. “Me dice que me van a liberar y cuando estamos yendo hacia la puerta le pregunto por qué me soltaban a mi y no a mis amigos. ‘Menos averigua Dios y perdona, pibe’, me dio un empujón y cerró la puerta”, relata.
Para Federico y Christian la espera fue más larga. “De repente un policía nos dice que tenía dos noticias, una buena y una mala. La buena es que estábamos más cerca de la liberación, la mala es que primero nos iban a llevar a la comisaría de Lugano”, explica Federico. Todavía en Independencia y Tacuarí festejaron la renuncia de De la Rúa, un hecho que también fue celebrado por los policías.
En la puerta de la comisaría 2da se cruzaron con abogados del CELS que les pidieron los datos para comunicarse con sus familias. Antes del traslado hacia Lugano vieron gente en los balcones que vivaba por ellos y los despidió como héroes. Adentro del celular los dividieron en dos grupos y ese fue el único momento donde Christian pudo usar el grabador, aunque no sabe qué ocurrió con los testimonios que recogió en ese viaje.
Cuando llegaron a Lugano, uno de los detenidos junto a ellos expresó sus deseos en voz alta. “Ojalá que no nos hagan sacar los cordones”, dijo. A los pocos segundos un oficial les pidió los cordones, los hizo desnudar y fueron revisados por un forense. En ese momento temieron que la detención de alargara indefinidamente.
El ambiente era muy diferente a la comisaría céntrica y los mezclaron con presos que estaban a la espera de juicio por delitos mucho más violentos que deambular por Plaza de Mayo. “Nos hicieron firmar que estábamos a disposición del Poder Ejecutivo. Y en ese momento ni siquiera había un presidente”, dice Christian. El alivio llegó horas después y sus padres los recibieron a la salida de la comisaría cerca de las cuatro de la madrugada.
Federico tuvo que ir a declarar al juicio contra los jefes policiales acusados por asesinato durante la represión del 20 de diciembre. En medio de su declaración, diez años después de los hechos, confundió la calle en donde fueron emboscados. “Era Reconquista”, corrige Tomás otra década después. “Nos agarraron a una cuadra, casi llegamos a la Plaza”, bromea.