Muchos de ellos llevaban el cartel “todos somos Vicentín”, aunque la plata la acumularan otros. Se indignaron con el impuesto a las megafortunas, aunque ese mísero tributo fuera a solventar a los afectados por la pandemia, o sea todos. Rasgan sus vestiduras con el valor del dólar: no obstante su vida transcurra exclusivamente en pesos, y demasiado pocos. Aunque las vaquitas sean ajenas se sumarán a la abyecta postura de la oligarquía campestre que el viernes próximo saldrá a hacer alarde de su propia independencia.
No los une la solidaridad sino el odio que, entre tantas cosas, genera a tanto desclasado.
Ahora se cabrean a la par de quienes quedaron “varados”, desprotegidos, desamparados, olvidados en el exterior. Pobre de ellos. Aunque se hayan ido a sabiendas de que al mundo lo azota la pandemia más atroz de los tiempos modernos (cada uno firmó su consentimiento a la advertencia oficial de eventuales restricciones) y ante el furor del rebrote de la cepa más violento que por lo tanto, requiere de especial cuidado. Ahora, cuando es denodado el esfuerzo oficial (incluso con decisiones que sus severas fallas de comunicación provocan igual de severas miradas contradictorias) para sostener un plan de vacunación que nos cubra a todos.
A todos: ese es el quit de la cuestión.
De una vez por todas: son cuestiones que afectan (salvo excepciones) a una minoría privilegiada. La que está forrada lo suficiente para irse, la que suele no tener problemas para comer, instruirse, llegar a fin de mes, como le sucede a una porción de los argentinos, tan grande que ofende, preocupa, desgarra el alma.
Esas defensas clasistas sobre intereses minoritarios, sectoriales, son acicateadas e instaladas por los medios más influyentes que responden a esos poderes, o bien son parte de ellos. Le imponen la agenda al gobierno, convierten esos episodios en causas nacionales. Al tiempo que ocultan, en tanto les convenga, los problemas que sí afligen a las mayorías, para las que irse al exterior representa una quimera, y mucho menos de vacaciones.
No se trata de un mero aspecto simbólico. La dinámica que el gobierno propone impulsar es la contraria a la que deviene de la lógica del derrame. Claro que (dado que estamos abruptamente inmersos en las campañas electorales) sería mucho más que un detalle comunicacional que el gobierno lograra reencauzar el enamoramiento con las mayorías que lo instauraron en la Casa Rosada. Esas mayorías que suelen ser seducidas con propuestas alternativas, rupturistas, osadas, que por efectos de la pandemia que todo lo arrasó, por el siniestro legado macrista, o por el poder de maniobra propia más escaso de lo aconsejable ante el monstruoso enemigo, el gobierno parece carecer.
Romper con esa trampa de que la discusión pública sea tallada por la oposición. Recordar la épica del kirchnerismo de la primera época. Reflexionar de una vez por todas sobre cómo se muestran las mejores acciones de gobierno y cuidar el detalle de no parecer que en algunos se retrocede en chancletas, cuando la realidad eventualmente es otra. Y por supuesto, reactivar no sólo la economía, siempre hacia un modelo colectivo, tan meneado como imprescindible.
La pelea no es Pfizer o no, Miami o Ezeiza, comunismo o libertad, presencialidad o virtualidad, salud o economía. La pelea, sigue siendo, por políticas que apunten y contengan hacia las mayorías.