La política argentina, como sabemos, experimentó una repolarización en los años recientes. Probablemente, el inicio de este período fue la crisis del campo, en el año 2008; hay quienes dicen que esto comenzó antes, incluso mucho antes, y subrayan eventos no resueltos en nuestra historia nacional (por ejemplo, la “grieta” entre peronistas y antiperonistas, que data de mediados del siglo XX y continúa). Otros, en cambio, sostienen que se trata de un fenómeno mucho más contemporáneo y global, caracterizado por mayor desigualdad social, una comunicación política más confrontativa, y por la propagación de las redes sociales. A favor del último argumento está el hecho de que muchos países de América Latina y el hemisferio norte atraviesan por divisiones sociales similares.
Más allá de su explicación más profunda, lo cierto es que tal repolarización existe, y se dio en clave kirchnerismo-antikirchnerismo. Electoralmente, entre el Frente para la Victoria –hoy Frente de Todos– y Juntos por el Cambio. Las “terceras” fuerzas quedaron desplazadas por la polarización, y en la última elección las dos coaliciones más votadas se quedaron casi con el 90% de los votos positivos en la primera vuelta. Un regreso a los números electorales de la década de los ochenta.
Este fenómeno no alcanza por igual a toda la sociedad. Podemos decir que hay dos minorías intensas –una kirchnerista, otra cambiemita– que discuten de política buena parte del día, y que conviven con una mayoría más distante de la “grieta”, que prefiere concentrar su tiempo en su vida privada. Pero esas dos minorías, finalmente, terminan dominando el espacio político, y arrastran a la mayoría “menos intensa” a que elija entre una de las dos opciones. Eso lo vemos el día de las elecciones: las opciones alternativas suman pocos votos.
En las encuestas, esto se veía reflejado con bastante claridad. Tanto en el segundo gobierno de Cristina Kirchner como en el gobierno de Mauricio Macri, los niveles de apoyo y rechazo al gobierno tenían niveles de correlación altísimos con el voto anterior. En el caso de Macri, salvo unos pocos meses del inicio, en los que superó el 50% de apoyo, sólo gozaba de la aprobación de quienes lo habían votado. Era muy difícil encontrar a un exvotante de la fórmula Scioli-Zanini que opinase favorablemente de él. Su problema ocurrió cuando lo abandonaron los “macristas de segunda vuelta” –es decir, quienes habían votado por Massa en la primera vuelta y por Macri en el balotaje– y se quedó sólo con los “macristas de primera vuelta”, los “puros”. Tal vez, el punto de quiebre fue la reforma previsional de fines de 2017: en ese momento, los “macristas de segunda vuelta” se pasaron al segmento de los opositores y los enojados. En números, eso significó que Macri pasó de una aprobación del 40-50% en los dos años, a una del 30-40% en los últimos dos. Y declinando sobre el final.
El panorama de Alberto es distinto. Él arrancó con una primera vuelta del 48%, lo que luce más sólido que lo de Macri. Pero, a su vez, estamos en un momento de cierta despolarización de la política argentina. Eso quiere decir que los ánimos de la política están menos caldeados, tal como podemos ver en el buen diálogo que existe entre el presidente y los gobernadores opositores. Y tiene un correlato en la sociedad: las encuestas muestran que los votantes “menos intensos” se están moviendo ligeramente entre veredas.
La gestión presidencial, hasta ahora, tiene dos pilares: el manejo de la pandemia y la renegociación de la deuda. En ambos casos, hay una mayoría de la población que aprueba el desempeño del gobierno en ambos casos, y eso se ve reflejado en las encuestas. A su vez, eso permitió que, durante unos meses (marzo y abril fueron los picos), la popularidad del presidente subiese en forma considerable. Esa suba fue posible gracias a que algunos de quienes votaron por Macri en 2019 (“el 41%”) comenzaban a ver con simpatía a Alberto Fernández. Pasado el furor inicial, hoy los números se acomodaron, y se asemejan más a los del verano prepandémico.
Este retorno tiene una característica nueva, propia de la despolarización: entre los que apoyan a Alberto hoy, sigue habiendo una franja de exvotantes macristas de 2019. Y entre quienes no lo apoyan, hay también una franja de votantes por él mismo en octubre pasado. Son los “frentetodistas enojados con la situación económica”. Esto es toda una novedad, que rompe (en parte) con la lógica dominante de la última década.
Para el presidente, esto es una oportunidad y un riesgo. La oportunidad es que demostró ser capaz de sumar nuevos votantes, inclusive de la vereda opuesta. Una gran virtud en la política contemporánea. A Cristina Kirchner le costaba, y le cuesta, enormemente. El riesgo, mientras tanto, es “quedarse sin el pan y sin la torta”. Imaginemos que la política se repolariza, y que vuelve a girar en torno al eje kirchnerismo-macrismo. Un escenario que tienta a varios. En ese caso, los “macristas que ven con simpatía a Alberto” por su gestión de la pandemia y el default, probablemente retirarían su visto bueno al gobierno y volverían a refugiarse en el 41%. ¿Pero qué ocurriría con los insatisfechos económicos? ¿Se realinearían con él, o permanecerían insatisfechos? Este es uno de los principales interrogantes de la política actual.