Néstor Kirchner se convirtió en el presidente del gran punto de inflexión en la historia argentina, ese que dio origen a nuestro siglo XXI criollo. Corporizó en su figura la fidelidad al acontecimiento que irrumpió el 19 y 20 de diciembre de 2001. Esa inédita movilización social pluriclasista, y de múltiples significados en disputa, pateó el tablero de la relación de fuerzas sociales que quedó establecido a partir del golpe de Estado de 1976. Toda realidad política es una resultante de fuerzas en tensión. No hay sociedades que no estén atravesadas por esa tirantez. Esas fuerzas representan diferentes intereses con muy variados niveles de organización y capacidad de presión. Por lo tanto, cada momento histórico representa un equilibrio inestable y sumamente dinámico en los que la política se constituye en el escenario de ganadores y perdedores, de alianzas que se imponen o perecen. El 2001 fue una explosión que abrió el panorama a diferentes caminos posibles.
Los candidatos a convertirse en líderes de ese aparente caos desatado fracasaron en sus intentos porque no entendieron, no supieron interpretar, la naturaleza de lo que había ocurrido. Ni Eduardo Duhalde, ni Carlos Reutemann, ni José de la Sota pudieron o quisieron ser fieles a ese nuevo designio que enterró un gobierno y una época pero no dejaba ver con claridad qué es lo que estaba naciendo.
Kirchner lo entendió, o al menos hizo una apuesta certera sintetizada en una consigna mucho más profunda de lo que su aparente sencillez expresa. Propuso que Argentina vuelva a ser un país normal. Captó que la idea de normalidad había cambiado, el hartazgo de los argentinos con los planes de ajuste, con la pérdida de derechos, con los infinitos achicamientos, convirtió la normalidad de tener sueldos dignos, trabajo, y políticas soberanas en una utopía deseable y posible. La normalidad que proponía ese poco conocido político venido desde el sur hizo sintonía con el humor general y se convirtió en el fundador de una enorme transgresión. «