La colonización del Estado por parte de gerentes empresarios que se incorporaron desde diciembre a la administración macrista es tan groseramente evidente y tan flagrantes sus incompatibilidades que, incluso, los diarios oficialistas se ven obligados es cierto que con algún retraso a comenzar a abordarla en su agenda.
El jueves 9, por caso, La Nación publicó una nota bajo el título «Detectan posibles conflictos de intereses de 22 funcionarios». En ella se reporta que la propia Oficina Anticorrupción (OA), que comanda la ultramacrista Laura Alonso, abrió averiguaciones sobre «posibles incompatibilidades» de más de dos decenas de funcionarios provenientes de grandes empresas.
El ejemplo más obsceno es el del ministro de Energía, Juan José Aranguren, ex CEO de Shell Argentina, que declara en su propia DD JJ 16 millones de pesos en acciones de la Royal Dutch Shell, casa matriz de la petrolera anglo-holandesa. ¿Acaso cada vez que Aranguren debe decidir o resolver sobre el mercado de hidrocarburos, está decidiendo o resolviendo sobre el destino de su propio patrimonio? La respuesta es una: sí.
Hay más: hace unos días, la empresa estatal Enarsa publicó por primera vez los resultados de sus licitaciones en su sitio web. Shell lleva ganados cinco de nueve concursos de precios para comprar cargamentos de gas líquido.
El ex diputado radical y ex titular de la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, Manuel Garrido, que no es opositor, caracterizó de modo acertado a la administración macrista como «el gobierno de los conflictos de interés, porque está integrado en gran medida por personas que vienen del sector privado».
Sobre Aranguren, en particular, admitió que el CEO puede ejercer como funcionario «pero no puede tomar ninguna decisión que afecte a las empresas de las cuales es accionista». Así está planteado en la Ley de Ética Pública, pero Garrido fue más allá y citó, además, la Ley de Ministerios: «Los ministros, secretarios y subsecretarios no pueden llevar a cabo ningún negocio o empresa en la cual tengan interés directo. Invertir en acciones implica un negocio, por eso debería abstenerse de cualquier decisión al respecto o debería desprenderse de las acciones.»
Hasta ahora, que se sepa, el ejecutor del tarifazo más impopular de las últimas décadas, no hizo ninguna de las dos cosas. Continúa al frente de su ministerio, aunque es verdad que la incompatibilidad que encarna le comenzó a generar ciertos dolores de cabeza: la Policía Federal allanó su ministerio, la propia OA e YPF por la presunta compra irregular de gas a Chile, que a su vez se lo compra a British Gas, que es de
Shell, empresa de la que es accionista.
El fiscal federal Carlos Stornelli, que encabeza la investigación radicada en el juzgado de Luis Rodríguez, imputó a Aranguren porque resulta beneficiado de una medida que él mismo ordenó como ministro, pagando el gas un 128% más caro de lo que se le pagaba antes a Bolivia.
Pero Aranguren es el caso más resonante, la versión triple XXX del problema. La Nación tampoco pudo ignorar que Alfonso Prat-Gay, el ministro de Hacienda, era director y accionista de la consultora APL, encargada de asesorar a empresas e inversores que ahora dependen de sus resoluciones. O la situación de Carolina Castro, subsecretaria de Política y Gestión de la Pequeña y Mediana Empresa, accionista de una compañía cerealera y de otra de autopartes. O el caso de Guillermo Riera, subsecretario de Vínculo Ciudadano de la jefatura de Gabinete, dueño de la consultora de comunicación G-Digital.
Todavía más escandalosos resultan los nombramientos del presidente y de la vicepresidenta de la Unidad de Información Financiera (UIF), Mariano Federici y María Talerico, que eran abogados de empresas acusadas de lavado de activos. Federici era, hasta llegar al Estado de la mano de Mauricio Macri, consejero externo de una fundación presidida por el abogado Juan Félix Marteau, defensor del banco Masventas, «la entidad que cuenta con más sanciones por parte de la UIF», según La Nación.
Mario Quintana, el ex director de Farmacity y ex CEO del Fondo Pegasus, actual vicejefe de Gabinete, hasta el día de hoy sigue siendo accionista de ambas empresas que, según se desprende del listado de compradores de dólar futuro que obra en poder de la Justicia, adquirieron 11,48 millones de dólares a través de ese mecanismo.
Lo muy grave, en el caso de Quintana, es que fue uno de los funcionarios que participó, junto junto con el secretario de Finanzas, Luis Caputo, de la reunión entre las autoridades del gobierno y las del Mercado a Término de Rosario SA (ROFEX), que concentra la mayoría de los contratos de dólar futuro, donde se definió el precio que iba a tener posterior a la devaluación. En los hechos, Quintana tuvo la posibilidad de resolver en cuánto incrementaba el patrimonio de empresas de las que es accionista.
Detrás de la discusión legal sobre las «incompatibilidades» de los funcionarios macristas aflora, en realidad, un asunto mucho más profundo. Están decidiendo sobre asuntos que competen directamente a sus bolsillos. Hay casi una privatización, de hecho, de las funciones del Estado, reorientadas a ser más eficaces y extremadamente generosas con el mundo privado que los vio crecer, en desmedro de la lógica del bien común que debería animarlas.
En la antigüedad, los que se alistaban en grandes ejércitos colonizadores recibían una paga convenida, y a eso se les añadía el pillaje a mansalva sobre los bienes del enemigo derrotado. El botín de guerra era eso: lo que la tropa podía robarse después de la batalla, con el aval de generales que asumían que la rapiña engordaba el salario y la sed de pelea de sus propios combatientes.
Después de la batalla electoral que ganó el neoliberalismo en la Argentina, algunas designaciones en áreas clave se asemejan a la lógica histórica del botín de guerra. Con funcionarios reclutados en el mundo privado que desmantelan regulaciones y capacidades estatales en beneficio de sus empresas o rubros, y que, no contentos con ello, a su vez y de modo grosero, embolsan dividendos directa o indirectamente sin que las «incompatibilidades» los sonrojen un poco siquiera.
Es el espíritu de época, dicen algunos. Si fueran políticos serían corruptos. Pero como son empresarios, lo suyo son apenas «negocios», de los buenos. Son el mercado haciendo lo que quiere con el Estado, porque forma parte del botín de guerra tras la victoria sobre políticas que detestaban y aún detestan. Están los que piensan que la rapiña fulminante obedece a que saben que esto no va a durar por siempre; y hay otros que, al revés, suponen que la impunidad de sus actos responde a la idea de que llegaron para quedarse por varios años sin que deban rendirle cuentas a nadie.
En cualquiera de los casos, la historia futura tendrá suficiente material para describir al macrismo como lo que verdaderamente es: un gobierno de gerentes para pocos, que prometió transparencia y la confundió con un espectáculo cínico de abuso explícito. Eso sí: a la vista de todos. «