Siempre tuve un respeto reverencial por los cuadernos. Por lo menos, cuando yo iba a la primaria había uno borrador y otro de clases al que se pasaba en tinta lo que se escribía con lápiz como un boceto previo. Pasar el borrador al cuaderno de clase tenía el mismo carácter definitivo que debe de tener para los escultores pasar al bronce su escultura de madera o arcilla.
Mi padre le hacía punteras de cartulina para que las puntas no se levantaran como las alas de un pájaro dispuesto a volar. Al escribir era obligatorio tener a mano un papel secante sediento de tinta para evitar ominosos manchones azules en la blancura de la página.
Había en el contenido de ese cuaderno una vocación de eternidad. Por eso yo escribía con la certeza de que las frases «mi mamá me mima» o «ese oso me mira» igual que las sumas y las restas me harían inmortal. De hecho, el cuaderno de clase solía ser enseñado a las visitas como una muestra del talento escriturario infantil y la maestra lo revisaba periódicamente haciéndolo blanco de críticas o felicitaciones.
Sus renglones se ofrecían como sutiles redes para conjurar los peligros del salto de trapecista que implicaba la escritura. Evitaban sutilmente la caída al vacío de aquellos signos garrapateados con un esmero torpe y ansioso que obligaba a una presión excesiva de la mano y hasta un chirrido de los dientes. El cuerpo entero se comprometía en esa escritura rudimentaria que se iba acumulando en el cuaderno.
Quizá no exista una forma más visceral del compromiso con la escritura que escribir a mano sobre un cuaderno, sin que importe la edad o la pericia que se tenga en la escritura. Juan José Saer lo dijo claramente refiriéndose a sí mismo en El concepto de ficción: «Escribo a mano. Cuando uso la máquina de escribir tengo la impresión de escribir desde afuera; de allí la utilidad de la máquina para pasar en limpio un borrador (…) al mismo tiempo el tronco y la cabeza que se inclinan sobre el cuaderno, la mano derecha que se desliza sobre la hoja, el antebrazo derecho que se apoya en el borde de la mesa, y el izquierdo que mantiene inmóvil el cuaderno abierto sobre su margen superior, forman una especie de esfera donde el cuerpo recibe el útil y lo envuelve como un capullo».
Durante mi infancia, para mí el cuaderno fue la patria. Por algo el más famoso se llamaba Gloria. Si en cada acto escolar entonábamos al compás del piano eternamente desafinado de la escuela «…o juremos con Gloria morir» era porque ese cuaderno, que tenía en la tapa una bandera con laureles, debía de estar con nosotros en el momento de nuestra muerte para escribir en él nuestras palabras finales como lo habían hecho los héroes que fundaron la Nación. ¿De qué otra forma podría haberse enterado el Billiken de las últimas palabras del sargento Cabral, «muero contento, hemos batido al enemigo», si no fue porque antes de morir las dejó escritas en el cuaderno Gloria.
No creo ser la única persona para la que el cuaderno Gloria, fue un territorio sagrado y un fetiche de la escuela pública. Es sabido –y me lo dijo a mí misma en una entrevista hace muchísimos años– que Isidoro Blaisten escribía sus cuentos en cuadernos Gloria. Eran su patria portátil. Los llevaba de las mesas del café Aviñón, que estaba dentro de una galería de San Juan y Boedo, a las de bar Canadian, donde, café de por medio, desplegaba sus ficciones que tienen un sesgo tan argentino. En un cuaderno Gloria escribió uno de los libros con el título más sugerente: Cerrado por melancolía.
También Guillermo Saccomanno escribe a mano en grandes libretas que lo acompañan en sus recorridos por Villa Gesell, un lugar donde encuentra la tranquilidad necesaria para la escritura y la lectura.
Ricardo Piglia escribió Los diarios de Emilio Renzi en cuadernos con nombres que evocaban a la patria. Él mismo aclara en el primer tomo de esta obra voluminosa: «Para quien se interese en estos detalles, (Renzi) insiste en señalar que las notas y la entrada de estos diarios ocupan 327 cuadernos, los cinco primeros son cuadernos marca Triunfo y el resto son cuadernos de tapa negra que ya no se encuentran y cuyo nombre era Congreso.”
«Sus páginas –y esta vez Piglia hace hablar al propio Renzi– eran una superficie liviana que me ha llevado durante años a escribir en ellas, atraído por su blancura sólo alterada por la elegante serie de líneas azules que convocaban a la prosa y al fraseo…”
Es indudable que los cuadernos favorecen la escritura de ficción. Pero es necesario aclarar que no siempre las historias inventadas tienen la verosimilitud de la buena literatura. Se puede ostentar un sesgo canalla aun escribiendo en un cuaderno Gloria. «