Uno de los problemas más serios que enfrenta el espacio peronista-kirchnerista-kicillofista es el descrédito en que ha caído la noción de “Estado Presente”, que ha sido y sigue siendo una de sus principales marcas identitarias, discursivas y de política pública. Ese descrédito fue una de las claves del triunfo electoral –y cultural– del mileísmo. Cristina Kirchner no lo niega; de hecho, en la mayoría de las intervenciones que ella tuvo en los últimos meses, a través de discursos, cartas y documentos firmados, en mayor o menor medida lo viene reconociendo.
¿Por dónde pasa la crisis del “Estado Presente”? No está en el servicio público, sino en la forma en que se lo provee. Tal como vimos en las dos marchas universitarias, el servicio público -en este caso, el servicio de educación universitaria gratuita que provee el sistema nacional de educación superior- sigue siendo demandado, y mantiene buena imagen en la mayoría de la población.
Los argentinos no se volvieron irracionales, y siguen queriendo que se les provea educación, salud, jubilaciones, transporte ferroviario y aéreo, y un largo etcétera. También quiere pagar lo menos posible por los servicios domiciliarios –luz, gas, agua, Internet– y que el transporte público de pasajeros –colectivos, trenes urbanos y subtes– sea barato.
Pero al mismo tiempo, tal como lo demuestran encuestas de opinión pública que yo mismo realicé (ndr: Isasi-Burdman Consultores Políticos), la gran mayoría de las iniciativas de Milei en torno al financiamiento y la gestión del Estado también son bien vistas por la mayoría de la sociedad.
La mayoría quiere que bajen los impuestos y las tasas municipales, que se recorte el gasto público, que haya menos planes sociales y que los movimientos de desocupados no tengan rol en su asignación, que no haya más subsidios al transporte ni pauta publicitaria, y que se cierren ministerios y áreas del Estado que no se consideran “necesarias”.
Esto puede parecer una gran contradicción. Pareciera que la mayoría quiere el pan y la torta al mismo tiempo. Porque los servicios públicos que se demandan y el gasto que se pide bajar van de la mano. Al igual que el transporte barato estaba subsidiado, y que esos impuestos y tasas que no se quieren son los que financian los servicios que se demandan.
Pero pensar que la sociedad está equivocada es una idea muy problemática. Por definición, en una democracia el pueblo nunca se equivoca; el desafío, en todo caso, es interpretar su mensaje. Y en este caso, lo que surge es que se quebró la noción de que el gasto público redunda en buenos servicios públicos.
Detrás de la idea de la casta política, está la creencia de que la política que gobierna el Estado se sirve a sí misma, y no al pueblo representado que la financia. Aunque la mayoría quiera recibir servicios y contraprestaciones públicas, quiere bajar el gasto, recortar ministerios y cargos públicos, y eliminar subsidios porque ve “tongos” por todos lados.
Ese es, en resumen, el atolladero en que se encuentra el arco opositor. ¿Qué puede hacer? No es fácil, porque esta crisis de confianza en el financiamiento y gasto del estado se fue cocinando a fuego lento y hoy la crítica está sumamente extendida, lo que incluye a buena parte de los sectores populares y trabajadores informales, que fueron los primeros en pasarse del peronismo al mileísmo.
Denunciar una contradicción en la opinión pública y salir a explicar que no hay ni hubo “tongo” en el Estado, y que cada peso recaudado estuvo bien invertido y se transformó en servicios universales de calidad es un camino posible, pero es dudoso que funcione a esta altura.
Otra alternativa sería tratar de integrar ambos reclamos y demostrar que es posible una gestión pública que cuide el bolsillo de los contribuyentes, y que hay modelos de gobierno que administran lo recaudado con eficiencia, sin dejar de ofrecer contraprestaciones y servicios públicos dentro de los estándares que exige la sociedad. Los intendentes y gobernadores del peronismo que logren eso serán sus líderes en el futuro. «