El título de esta nota puede parecer irónico, pero no lo es. La educación y la salud son dos dimensiones básicas de nuestra vida cotidiana. Y para quienes consumen los servicios públicos en educación y salud, o sea la mayoría, son los ámbitos centrales de su relación con el estado. A los tribunales, el registro civil o la comisaría se va de vez en cuando; en cambio, a la escuela se va todos los días, al hospital se va seguido, y a ambas instituciones les confiamos nuestros bienes más preciados. Esto, cabe recordar, no siempre fue así. Hace algunas generaciones nomás, educación y salud eran asuntos privados, como tantas otras cosas; el estado era una organización pequeña, que se ocupaba de la seguridad, la defensa, la justicia, la moneda y no mucho más. Con el surgimiento del estado social, una criatura apenas centenaria, la organización pública creció en tamaño y servicios brindados, y está mucho más presente en nuestras vidas. Los efectos de esta gran transformación están a la vista: la humanidad vive muchos más años y somos menos vulnerables a la pobreza gracias a que tenemos la protección del estado.

Pese a ello, durante las últimas décadas la educación y la salud no son temas de peso en la discusión política. Las cuestiones que siempre están al tope de la agenda son la inflación, la falta de trabajo, la inseguridad y la corrupción. Ahí tallan las preocupaciones reales de la gente, porque efectivamente la plata no alcanza y en las calles del AMBA se roba mucho, pero también las noticias que imponen los medios e influencers sociales. Parece contradictorio, ya que buena parte del debate democrático debería tratar sobre la plata que gasta el estado. Y educación y salud, junto con jubilaciones -la tercera pata del estado social moderno- son dos de las cuentas más caras que pagamos los ciudadanos.

¿Por qué rara vez los guardapolvos entran en la agenda, pese a su indudable relevancia social? La gente no los vio, hasta ahora, como temas politizables, y eso tiene varias explicaciones. Por un lado, son valores más o menos compartidos. En Argentina, la masividad y gratuidad de los servicios estatales están asociadas al peronismo histórico, pero se trata ya de un tema que trasciende a los partidos y que pocos discuten abiertamente. Se consideran derechos adquiridos, cuyo funcionamiento está rutinizado. Por eso pensamos mucho más en funcionarios de cercanía -un director de escuela, un jefe de sección de un hospital- que en las altas autoridades cuando evaluamos los servicios. Sumemos a eso que, a partir de Menem, la educación y salud pública se federalizaron, y la responsabilidad política por los servicios se diluyó. Formalmente es un tema de los gobernadores, pero está afectado por un contexto nacional que los mismos gobernadores no controlan, y a su vez cuentan con sindicatos potentes que a veces son vistos como co-administradores de lo que sucede en la escuela o el hospital. En suma, educación y salud son temas de todos pero políticamente parecieran no ser de nadie. Difíciles de personalizar, y por lo tanto de traducir al espectáculo de una campaña electoral.

Un caso bien concreto son los gobernadores bonaerenses. Desde hace largo tiempo ya, escuelas y hospitales de la provincia tienen severos problemas, sobre todo en el conurbano. Y sin embargo, los gobernadores “zafan” a la hora de la evaluación. Entre la herencia recibida, el presidente, los intendentes y otros factores, las culpas quedan repartidas.

Este 2021 la cosa luce diferente. Por obvias razones, la gestión sanitaria y educativa comenzaron a aparecer en las encuestas como asuntos prioritarios, y a tener nombre y apellido. Y la intervención del gobierno nacional se convirtió en un factor nítido e identificable. Antes, los ministerios nacionales de educación y salud tenían pocas funciones, todo recaía en las provincias, y se dedicaban a la planificación, los programas de desarrollo y otras tareas poco estresantes; ahora, son la cara de la vacunación y las clases presenciales. En diferentes países los ministros rotaron varias veces y aquí le tocó a Ginés González García, quien antes del coronavirus parecía destinado a una jubilación sin sobresaltos y con reconocimientos. Dejaron de ser puestos tranquilos, ya son carteras sensibles, como economía o seguridad, y todo gobierno debe poner a sus mejores cuadros técnicos y políticos al frente de ellas. Para la oposición, estos temas antes relegados ahora son un semillero de candidaturas. Ministros porteños como Quiroz o Acuña son medidos, lo mismo sucede con Facundo Manes, y algunos médicos que comentan la pandemia por televisión sueñan con saltar a la política. Para el gobierno nacional, en cambio, son fuentes de vulnerabilidad. Al asumir la responsabilidad, está en posición de cosechar las culpas. Alberto Fernández declaró que su presidencia es el gobierno de la pandemia, y eso implica querer ser juzgado por eso. Una movida audaz en un año electoral.