Como en Macbeth, una palabra llama a la puerta, sus golpes son sutiles. Cuando se los escucha cabalmente el trabajo de lo oscuro ya se ha consumado. ¿Se escuchan suficientemente, lo que llama es todavía difuso? ¿Se reducen a meras apariciones, juegos y metáforas shakespearianas, ecos que llevan inscripta una extensión inconmensurable, su aliento, su desastre, o se trata sólo de una excesiva y aun inconducente advertencia del peligro que entrañan? Hablamos de la palabra fascismo.
La catástrofe que transitamos, precedida por el gobierno de Macri y por la crisis desmesurada, perceptiva, humana, necesita poner en juego esa palabra, porque las condiciones que impuso la pandemia, la turbulencia y volatilidad económica, los rasgos ingobernables y mórbidos de la época aceleraron los motivos de su reproducción global. Su emergencia en la Argentina y en una parte considerable de América Latina es correlativa de los grandes dilemas históricos de nuestro tiempo. El fenómeno no apareció de la noche a la mañana. Se fue presentando en forma gradual, creciente. En la corta duración, desde el conflicto con “el campo”; en la larga, desde el 6 de setiembre de 1930. Y como hito cercano y decisivo es preciso rememorar la desaparición y muerte de Santiago Maldonado: la instalación de un discurso desaparecedor de Estado, medios de comunicación e intelectuales, aun sin esclarecer ni reparar. Un último registro, de lo más nítido, lo escuchamos en estos días de fin de año. El ex ministro de Trabajo de la provincia de Buenos Aires durante el gobierno de María Eugenia Vidal, Marcelo Villegas, en una reunión de 2017 en la que participaban empresarios, funcionarios y agentes jerárquicos de la AFI –reunión grabada por sus propios autoespías–, se refirió a una estrategia judicial para golpear a los gremios. En su intervención apareció un correlato temible: “Creéme que si yo pudiera tener –y esto te lo voy a desmentir en cualquier parte–,si yo pudiera tener una Gestapo, una fuerza de embestida para terminar con todos los gremios, lo haría”. Este clima ahora nos abruma y pretende –quiere obligarnos– a convivir con la abyección, con la oscuridad.
Si pensamos el fascismo como el modo de referir una praxis, es posible nombrarlo aun en contextos diferentes respecto de aquellos en los que emergió. En las décadas del 20 y el 30 del siglo pasado se presentó como variante de las tensiones y pujas del capitalismo en su fase imperialista. Hoy se presenta como alternativa de la dominación ilimitada del capital, de las corporaciones, y de la “totalización” de los dispositivos y prácticas neoliberales. Que en su momento haya estado vinculado a la exaltación de las identidades nacionales, de la fuerza y organicidad de los Estados, del poder uniforme de la “masa”, y que hoy se precipite como expresión de fórmulas “individualistas”, atomizadas, de disgregación y rechazo del Estado, y aun como canto de sirena de su declinación, son motivos que pertenecen a las variaciones históricas, a las características de la expansión y crisis del capital. Su rasgo constante, su centro de gravitación, consiste en imponer una voluntad aniquiladora que se proyecta más allá de los enunciados y ropajes bajo los que se presenta y que siempre implica destrucción de lazos sociales, destitución de los soportes institucionales, materiales y culturales de la vida en común y de la vida misma, de la existencia. En su actual irrupción parlamentaria no propone una conflictividad política debatible entre actores y actoras constituyentes de paridad, sino la directa criminalización de lo que caracteriza como “socialista” o “comunista”, con argumentos y estilos que parecen calcados de la dictadura del 76, sin tampoco omitir a las anteriores.
La palabra fascismo, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando todo lo que le concernía pasó a la ilegalidad, nunca se ausentó del todo de las escenas públicas, ya sea de modo justificado, por la persecución de los crímenes cometidos, o por el surgimiento de nuevos neo seguidores del culto del terror, o por atribuciones equivocadas o sesgadas. Estas últimas fueron abundantemente criticadas en el sentido de un mal uso, de un uso abusivo del término para describir de modo banal sucesos denostables para los cuales el término procedía como una injuria dirigida contra hechos y actores ajenos al asunto. Agentes de este mal uso han procedido de múltiples identidades políticas. Movimientos populares han sido así designados, de modo inapropiado. El supuesto de que el fascismo habría sido superado por los victoriosos aliados de la Segunda Guerra Mundial, y la instalación de una cultura de los derechos humanos de modo progresivamente global abonaron la presunción de que el término pasaría a tener solo un sentido histórico, memorial o académico, según cómo los manuales de ciencia política o de historia reciente lo definieran en su especificidad y en la delimitación rigurosa de su contexto histórico y geográfico. Esas definiciones seguían la línea de la unicidad que habría sido característica de los crímenes de lesa humanidad, de lo irrepetibles que debían ser, y dieron así lugar a la premisa de que el uso de ese término implicaba por inferencia banalizar los crímenes o atribuirles la plausibilidad de que se repitieran. El tema requiere un consecuente debate, y ha sido objeto de extensos tratamientos intelectuales y políticos, y nos merece tanto respeto como cautela. En la actualidad son constatables dos acaecimientos: por un lado el término se sigue usando como injuria descalificadora sin fundamentos serios, y en segundo y principal lugar, marca el resurgimiento de enunciados culturales, políticos e ideológicos tributarios genuinos de su uso. No obstante, hay todavía otra dificultad: el primer fascismo se autodesignaba con el término, y los crímenes de lesa humanidad con que devino aquel ciclo histórico deslegitimaron de tal modo el uso de esa palabra, fascismo, que ahora nadie la emplea para autodesignarse, aunque haga méritos por las enunciaciones y actitudes sostenidas crecientemente en una verdadera ola global que no termina de ponderarse como es necesario. Respecto de este auge campea también una ingenuidad ciega: aquellos fascismos autodesignados y ahora innombrables inspiran y son seguidos en sus matrices pragmáticas por quienes eluden la designación pero nos recuerdan a cada paso de que se trata de eso, y no de algo tan nuevo ni tan diferente.
Un momento de preparación y desarrollo de un movimiento fascista surge en el campo adversario. Invoca la libertad que avanza o el avance de la libertad, como tantas veces sucedió antes, contra la emancipación cabal. Frente a esta emergencia, fragmentos del campo popular responden con indiferencia o desestimación, con silencio o postergación, que al cabo serán motivos de culpa. No lo aceptamos: el fascismo no es una opinión, una forma más –debatible como otras–, es la forma del crimen. No es raro que hablando de fascismo se cometan errores de juicio, de trazo grueso, de interpretación política e histórica. Simplificar o, lo que es peor, negar el fascismo auspicia grandes males. Tratarlo como si fuera el despliegue de una opinión –ademán de lo más frecuente en todos los medios de comunicación nacionales– y no como portador de crimen equivale a perder de vista lo que anuncia. La subestimación del peligro es letal para la existencia común.
Uno de los distintivos esenciales del fascismo es el de ser un régimen reaccionario destinado a producir soluciones últimas. El fenómeno fascista no es simple de reconocer porque es contradictorio y la contradicción está en su centro. En la medida en que el fascismo avanza, la contradicción se amplía y diversifica. Interpela a todas las clases (si bien tiene una tendencia antiproletaria, interpela estratégicamente estratos de esa clase), convoca creencias diferentes, sentimientos antagónicos, alimenta una racionalidad inversa o simula racionalidad; esta es la “argumentación moral” a la que hace referencia Milei: el régimen de la propiedad privada y su trasunto moral designado como robo es la regla áurea de la vida social, política y cultural. Todo lo que vulnere ese reglamento será designado por el fascismo como crimen, sin más. El fascismo es el crimen que consiste en criminalizarlo todo, basado en su superioridad esencial y destinado a la erradicación de lo que se le oponga. Es el verdugo dispuesto por el capitalismo en crisis para deshacerse de la emancipación, para desaparecerla. No hay debate ni diálogo posible con el fascismo porque será el de la víctima destinada al sacrificio con su verdugo.
El fascismo clásico fue un movimiento de afirmación y negación, supo defender el orden religioso y el ateísmo, hospedar corrientes culturales y elogiar la anticultura, entrelazar tradición literaria y vanguardia, custodiar la propiedad privada y declarar la estatización de la propiedad, reverenciar las leyes y violarlas, imprimir conceptos ultramodernos a la vida de las ideas y ponerlos en diálogo con viejas categorías de la historia de las ideas. Estas contradicciones se escenifican en la proxémica de Milei, hecha de violencia y empatía, reacción y rebeldía; y en su discurso también: “en el capitalismo vos solo podés ser exitoso sirviendo al prójimo”; “cuando castigás al exitoso, castigás el proceso de acumulación de capital y le arruinás le vida a los que menos tienen porque son los que no tienen capital y lo necesitan para ser más productivos, tener salarios reales más altos y salir de la pobreza”. El capitalismo –y la propiedad privada, privación de la propiedad para las grandes mayorías– en esta concepción serviría para ayudar a un inexistente prójimo y para rescatar de la pobreza a lxs sujetos a ella sujetadxs por las grandes concentraciones de riqueza.
Una costumbre falaz es designar con la palabra fascismo todo tipo de reacción. El fascismo es un tipo particular. Es necesario inteligir su particularidad. Es un sistema de reacción integral. Si bien su corazón pulsa el ritmo del terror, su experiencia no solo se explica por sus actos de terror antológicos, ni por el número de víctimas, ni por la crueldad de sistemas de tortura aplicados a gran escala, ni por la severidad de las condenas perpetradas por sus tribunales. El fascismo tiende a suprimir sistemáticamente toda forma de organización autónoma del campo popular. Por eso mismo Avanza libertad o La Libertad avanza son nombres adecuados para sembrar el movimiento fascista nacional. Son adecuados puesto que el corazón del fascismo es contradictorio: afirmar la libertad implica retracción. Todas las energías individuales y colectivas serán pisoteadas por Avanza libertad o La Libertad avanza que, de avanzar, es esperable que constituya un aparato para restringir y regular la vida pública como también la privada. Se trata menos de vaticinios que de enseñanzas que vibran en la historia: el fascismo es un movimiento que desde su momento clásico avanza eficazmente en la destrucción de las libertades democráticas –libertad de pensamiento (el primero violentado de manera explícita), libertad de reunión, libertad de expresión e información, derecho de huelga, sufragio universal directo– y derechos individuales y colectivos.
Existe una ideología del fascismo. Históricamente comprende temas provenientes del nacionalismo vulgar: el patriotismo “al cien por ciento” (como se decía en Italia), la necesidad de afirmar en el mundo los “valores de la raza y de la nación” y una indispensable expansión colonial. Se cometería un error grueso si se considerara la ideología fascista como algo homogéneo y completo, y si se le atribuyera un valor inmodificable. La ideología fascista no puede ser analizada sino teniendo en cuenta lo que el fascismo ha sido en un primer momento y en función de sus posibles transformaciones en el siglo XXI. El nacionalismo del siglo XX, devino en el XXI en sacralización de la propiedad privada: “dar trabajo”, “sacar de la pobreza”, antes cualidades del Estado, ahora se volvieron acciones declarativas de los “privados” feudalizados, máquinas de producción de subjetividad disponibles para el “nuevo” fascismo. En esta serie de cosas, los “valores de la raza” se trocaron hoy, en la Argentina, en la consigna “somos estéticamente superiores”. La cuestión “colonial” en países como la Argentina se da menos bajo la veta de la expansión que bajo el signo de un sentido común –aún– no declinado. De otro modo, las ideas que caracterizan el movimiento fascista, cuando se traducen en la práctica, conducen a consecuencias completamente diferentes respecto de lo que hubiéramos esperado según los principios que esas ideas pretenden. Un estudio de la ideología fascista que no se propusiera como fin la búsqueda de estos elementos contradictorios, no tendría sino un valor puramente académico.
Pensar la ideología fascista en clave política es necesario porque la ideología deviene fuerza cuando se constituye como creencia común. Y en la Argentina hay un grupo conspicuo de creyentes que sufragaron por Avanza libertad o La Libertad avanza. En los nombres, dispuestos con un quiasmo, está la contradicción.
Los recientes resultados electorales han dotado a esta veta emergente de un caudal político que les confiere poder de negociación parlamentaria, ampliación de oportunidades para ejercer su fascinante persuasión, perseverancia en la ayuda complaciente de múltiples voces mediáticas. Todo ello sumado a su alegada benevolencia con el peronismo –no careciente de algunas reciprocidades declaradas– configura una nueva escena político-cultural argentina que sería desgraciado desdeñar.
Desde que el fascismo fue declarado crimen fáctico y se destinó a la ilegalidad no cesó de ensayar una y otra vez nuevos rostros. Las convivencias democráticas de los últimos setenta años tienen como premisa prevenir el resurgimiento de tales calamidades. En cada ocasión que se ha vuelto a debatir, los enunciados vuelven también sobre sus pasos, porque se discute acerca de horrores del pasado que no pueden darse por deducibles de lo que cada vez suceda de maneras premonitorias. Hace falta mantener una vigilia incisiva a la vez que cautelosa para defender siempre la convivencia democrática; mientras estemos a tiempo de defenderla –nunca es temprano para ello– tiene sentido pronunciarse en términos públicos y legales para defender lo común y la legalidad, mientras, todavía, no hayan sido devaluados hasta extremos inhabitables.
Comuna Argentina –espacio de debate, de acción práctica, reflexión, experiencias comunes, de invención, de afectos, de acción social, y organización del actor social popular, sujeto que sintetiza la energía capaz de declinar la dominación retrógrada del orden neoliberal y postular un nuevo orden social alternativo– llama a toda persona libre a considerar y difundir este manifiesto antifascista. Este escrito apela a la necesidad de poner freno al discurso del odio. Freno político, cultural y jurídico.
El fascismo avanza si se lo subestima, si se lo considera en términos simétricos, si no se actúa política y jurídicamente, si el terreno popular se vuelve apático, indispuesto a pensar en el asunto, como si fuera algo fuera de quicio. Nunca más no significa que no se repita literalmente el horror sino que no se perpetúe su legado bajo nuevas formas. El horror no regresa bajo formas conocidas, vuelve como presente griego. Como Caballo de Troya.