Muchos momentos para el recuerdo nos dejó la jornada del 6 de enero de 2021 en Washington. Destacamos dos. El primero, bien espectacular, fueron las bizarras escenas de la irrupción de una horda trumpista en el Capitolio. El segundo, más sutil, fue la noche de discursos deprimidos e impávidos por parte de los congresistas reunidos, una vez «superado» el incidente. La mayoría de ellos giraba en torno de un mismo sentimiento de sorpresa y desconcierto. Todos decían, palabras más o menos: «Esto nunca había sucedido», «las instituciones fueron manchadas», «el sistema fue atacado». Del otro lado de las pantallas, el antinorteamericanismo global se regocijaba con las imágenes de una debilidad política que bajaba a la democracia norteamericana de su pedestal, y la ponía visualmente en la misma categoría que tantas otras. Pero el sentimiento de sorpresa no se lleva bien con la política, que es dinámica y cambiante. Para ser político hay que estar preparado para múltiples posibilidades: el político sorprendido, como el cocodrilo que se duerme, es cartera. ¿Sorprendidos de qué? Es evidente que la política y la sociedad norteamericanas están en crisis desde hace años, y una primera prueba de ello fue la misma elección de un presidente como Donald Trump. Pero allí estaban ellos, el mismo día en que la presidencia de Trump terminaba, aún sorprendidos por el fenómeno. Las encuestas venían advirtiendo desde hace un mes que más de 4 de cada 5 votantes de Trump creían que les habían robado la elección; ese solo dato ya hablaba de un polvorín. Además, la «marcha de los patriotas» se venía organizando desde hacía días, y los manifestantes se estaban movilizando desde diferentes puntos del país. La información estaba ahí. Por eso, salvo que se demuestre que hubo inacción premeditada, la noticia del Capitolio no fue tanto el comportamiento de la horda, sino que el caos no haya sido correctamente anticipado por los congresistas y sus fuerzas de seguridad. Pareciera que la dirigencia política norteamericana durmió y fue cartera, se le escapó un movimiento trumpista que sigue suelto por ahí y podría terminar desbordando a todos.
Sin embargo, la dirigencia de otros países debería salir de su regocijo contemplativo, porque hoy son muchas las sociedades que atraviesan crisis profundas, por las más diversas razones. En Argentina, a medida que pasa el tiempo y que la pandemia sigue mostrando un devenir incierto en cuanto a vacunación, mutación viral y tolerancia de la gente a las cuarentenas, hay que aceptar que las consecuencias políticas del coronavirus son impredecibles. Lo que sabemos hoy es que hay un malestar generalizado por el encierro, el riesgo de enfermarse, y la depredación económica y social que provoca toda esta situación. Pero nadie sabe en qué se va a convertir todo ese malestar. Al inicio de la coronacrisis, la autoridad política del gobierno y las capacidades del Estado parecían relegitimarse, y los presidentes y gobernadores se fortalecían. Meses después, se esbozó una conjetura alternativa: ¿y si los gobiernos salen todos lastimados por el descontento social, y el coronavirus se convierte en un impulsor de las oposiciones? Hoy, mientras vamos camino al primer aniversario de la pandemia, también se abre paso una tercera hipótesis, que disgusta a todos los partidos por igual: que el malestar generalizado con la realidad mute hacia nuevas formas de un sentimiento antipolítica que afecte por igual a oficialistas y opositores. Una era de fragmentación política, caracterizada por el florecimiento de pequeños partidos ideológicos en todas partes.
El público de los nuevos partidos siempre son los votantes decepcionados de las fuerzas establecidas. Después de 2001, en Argentina hubo cambios en la dirigencia: la antigua Alianza UCR – Frepaso estalló y antiguos dirigentes de aquél gobierno (Ricardo López Murphy, Elisa Carrió, Patricia Bullrich) formaron nuevos partidos que experimentaron un rápido crecimiento; años después, la mayoría de los “huérfanos” del polo no peronista confluyeron en Juntos por el Cambio, coalición liderada por el PRO, otra de las criaturas emergentes de la crisis de principios de siglo. El campo justicialista, por su parte, también atravesó transformaciones importantes, y asistió al surgimiento del kirchnerismo como corriente dominante. Veinte años después, kirchnerismo y cambiemismo son realidades establecidas, que producen sus respectivos disidentes. Los celestes de Gómez Centurión -exfuncionario en los primeros años de Macri- y los libertarios son desprendimientos electorales de Juntos por el Cambio. Aún tienen poco volumen, pero ganan espacio en el debate público. ¿Tendrá el Frente de Todos sus propios “huerfanitos”? Guillermo Moreno lanzó su partido político. Su caso parece análogo a los anteriores: aunque su volumen electoral es incierto, sus posiciones ganan espacio. Un interrogante de 2021 es si estos “huerfanitos” del kirchnerismo y el cambiemismo tendrán capacidad de crecer, o si solo permanecerán como ortodoxias ideológicas para consumo de la comunidad politizada. «